Jueves, 10 de marzo de 2011 | Hoy
Por Lorena Aguado
Vivir en un edificio, recorrer el palier y verificar que el ascensor está en el octavo piso. Mirar la luz roja que pasea por los números y desciende. Encontrarse de golpe con la boca abierta esperando que todo lo que viene dentro de la caja metálica se detenga abruptamente en una abreviatura conocida: PB.
Y entonces abro la puerta y veo salir a mi vecina que mira sus pies primero y luego me dice que mañana habrá rejas en el frente y que no se cerrarán hasta que todos tengan la llave.
Acepto el anuncio. Luego digo que no estoy de acuerdo. Me dice que así lo decidieron los propietarios. Yo digo que no lo soy. Ella dice que ya lo sabe. Entonces le digo otra cosa, le digo: no me gustan las rejas. Y a ella no le importa. Alza los hombros y luego se aleja. La miro irse, tan segura de haber tomado la decisión correcta.
Entro al ascensor y deseo ser dueña de algo.
La reja resultó ser un cuadriculado verde con una puerta corrediza que encierra de manera intermitente los escalones que dan al ingreso del edificio. Uno corre las rejas y entonces ingresa a una especie de purgatorio donde puede sentarse a esperar, o ascender a la puerta de madera y encontrarse con la portera que sonríe y no pide explicaciones. Pero las da. Dice que el consorcio lo decidió un lunes pasado y que la razón principal eran los niños ricos.
Del otro lado de la calle se levanta un colegio privado que vomita adolescentes con escudos bordados. Ellos se apoderaron de las escaleras del edificio. Allí juegan a las cartas, fuman, dejan olvidadas sus lecciones en el descanso y se besan.
Pero la propiedad privada odia a los adolescentes y entonces pinta de verde al encierro, una especie de Increible Hulk sólido y eterno que los detenga con sólo permanecer ahí.
Para mi alegría, eso no dio resultado. Las llaves tardaban en llegar y el purgatorio permanecía abierto con los adolescentes adentro.
Una chica rubia come un alfajor sentada en uno de los escalones. Levanta su cabeza y me mira fijamente. Se arrastra hacia la pared y me dice: "pasá". Agradecí la orden. En definitiva yo necesitaba eso: pasar.
Me detengo en la imagen de cómo cuelgo la ropa para que se seque al sol. La pongo de revés, del lado de la costura; la obligo a permanecer en las bambalinas. Y entonces confirmo que esa situación, la de la quinceañera dándome la orden, es la forma exacta en cómo se dan vuelta las cosas. El consorcio quiso que ella quedara del lado de la vereda y ahora la rubia toma la actitud de un patovica que me permite la entrada.
No dejo de pensar en el candado. La reja permanece abierta. Me asusta la idea de que está allí a punto de cerrarse. Pienso en las malas inversiones. En la estupidez de los dueños y en la posibilidad de destruir el monstruo de hierro mientras ellos duermen lejos del balcón.
No tengo con quien discutir este tipo de cosas. Sueño con convertirme en una terrorista de las ideas infames: de los detectores de robo en los supermercados, de los cines que quedan lejos, de los discursos largos, de los sillones incómodos, de los baños públicos abandonados, de las salas de espera, del helado de sambayón.
Abandono insomne la idea en el cuarto piso. El celular suena cerca de mis caderas ambulantes y entonces no cierro bien la puerta del ascensor.
Una voz me dice que él quiere hablarme. No alcanzo a responder y presiono con el pulgar la tecla que corta la comunicación. Imagino la reja sobre él, sobre lo que nos pasó; adyacente a la forma en que se rió la última vez que lo vi; aplastando los besos breves de una despedida cierta; provocando interferencias sobre la canción que escuché mientras recogía los restos de la noche anterior.
Decido volver a la calle para respirar el sol sobre el pavimento. Mientras mis plataformas descienden la escalera, la rubia da el último trazo con tinta blanca sobre Hulk.
Leo la frase y le sonrío. Ella me mira con desaprobación y me da la espalda mientras expulsa su cuerpo hacia la vereda. El mediodía está donde ella lo busca.
Yo quedo del lado de adentro y veo un mundo fragmentado en mil pedazos. Pienso en que ella quiso vengarse de todos los que vivimos en el edificio. Su resentimiento tiene letras blancas y deformes.
Mis vecinos no saben que la rubia es feliz sobre este mármol escalonado. Ella escribió justo sobre la amenaza de la tristeza que se viene. Cuando se cierre la reja, deberá dejar los recuerdos adentro. La llave la tienen los otros y ella lo sabe.
El celular suena de nuevo. Decido no contestar. Mi cuerpo ya no puede enamorarse de él; entonces lo acomodo en uno de los escalones y dejo las piernas estiradas en caída libre hacia la salida.
Me gustaría contarle a la rubia que cosas como esas se oxidan. Y que así es la vida.
Pero ella me odia ahora. Tal vez más adelante. Tal vez en primavera.
Mis rodillas lastimadas asoman debajo de la pollera, mostrándome la consecuencia de mis caídas. Reconsidero la posibilidad de exhibirlas mientras fijo la mirada sobre Hulk y leo de a una letra por vez con la furia necesaria: "putos de mierda".
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