Jue 17.03.2011
rosario

CONTRATAPA

La era del hielo

› Por Adrián Abonizio

En el fondo de la casa de los primos Luises - José Luis y Luis - descubrimos la tumba abierta a flor de tierra: un rectángulo hecho desprolijamente y en cuyo piso habían depositado arpilleras. -¿Y el muerto? -Está helado, sonrió José Luis. Ahí llega. En efecto, mi papá y un tío del campo traían la barra casi corriendo, mitad porque temían que se les cayera y mitad porque era tan helada que les quemaba las manos. La depositaron con cuidado en el fondo. - Ahora van las botellas y encima el picado, dijo el otro Luis, el Luí, el mayor, el que ya fumaba. Tenía las manos en los bolsillos de sus pantalones blancos. La remera falsa Penguin le abultaba en el bolsillo por los Clifton con que alardeaba. Tenía novia, era una negrita con un culo precioso y soleras que dejaban ver unas tetas iguales de lindas. El Luí se acostaba también con la otra, su hermana, una petisita rubiona que atendía el kiosco de enfrente. Estaba casada con un gendarme que casi nunca estaba y tenía dos críos. A todas vistas, comparada con la morocha era casi una nada, pero El Luí decía que ninguna presa se desprecia y que "la experiencia que no tiene la hermana la tiene la Inés, cazan". Como conjurada, con la excusa del movimiento en el barrio había salido a barrer la vereda de tierra, espiando a su macho joven, con el palo con la lata en la punta que servía para separar las inmundicias de la zanja del agua más clara. Le quitaba femineidad y afeaba aún más la postal de su casita baja, tristona y rebocada. Un vaho de acequias pútridas, como de lluvia en fermentación nos llegó bajo las narices. Ella saludó al montón sin sonreír. Al rato, en tanto los machos de la familia cinchaban entrando los tablones y los caballetes, atinó a pasar por la vereda la morocha de nombre Susi y se entretuvo con Luí bajo la sombra de un paraíso que cobijaba a un palenque y un banco de piedra donde la pareja se sentó a charlar despacio. Enfrente, enmarcada por la ventanita corrediza del kiosquito, espiaba la hermana y nosotros, ajenos al trabajo, gatos flacos con sus anatomías vírgenes y en expansión hablábamos de fútbol mirándoles las tetas a la negrita. Cerca pasó zumbando el Luí. Me voy para la casa de ella, los padres se fueron, nos guiñó un ojazo celestón, ganador y pendenciero. Desde el kiosquito se levantó un humo de discordia. Pudimos hasta sentir rezumar el veneno y el chirriar de los dientes de sable de la tigra Inés. Luego sobrevino la tardecita de arrabales pobres, con sus caballos que nadie reclamaba y que se metían hasta en las casas, su olor a polvareda nunca aparecida pero que vaticinaba malones secretos, levantamientos de la indiada tras los montes de eucaliptus y el bañado, galopes en el horizonte, un tranvía que giraba lento, allá por la avenida para volver a su recorrido por la vía opuesta. La fragancia de lavanda anticipó a Inés, quien en un gesto de audacia inusual asomó el morro pidiendo un poco de hielo. Mi tío Francisco se apuró a servirla y le miró el ojete cuando ella se iba a su casa. -Chist, le chistamos para ponerlo en evidencia: había salido de la última internación hambreado e infantil como nunca. Se río y dibujó la seña inevitable del talle femenino para luego llevarse la mano al moflete en el gesto de aceptación. Luego de la sobretarde cayó como una sombrilla la noche plena y nos sentamos al patio, bajo la parra, donde un cerdito niño muerto aún esperaba en el centro y las sidras se abrieron con anticipación y empezaba a correr la cerveza. Bebidas extraídas del pozo aquel donde el hielo abrazaba los envases para conferirles una temperatura única. -¿Che y el Luí? reclamó la Hilda en un extremo. Se apareció desde adentro de la casa. Había entrado por los fondos seguramente, por el caminito del maizal y lucía sonriente su postura de actor, ahora en remera azul y aun con el pelo mojado. Enfrente, en medio de la fusilería aislada de cuetes ya se oía la cantinela de todos los años: discutían el gendarme y la Inés, como siempre. - Algún día se van a matar a tiros. Y todos los chicos giramos la cabeza donde estaba el Luí que sostenía impasible como un duque una charla con la horrible tía Margarita. Solo él podía así estarse, bello y sereno ante un diálogo innecesario. Nos miró y nos guiñó ese ojo. Luego la noche boreal y caliente a la vez, según los vientos, nos arrimó a todos al fondo donde el grupo enancado en el vino o la sidra hicieron como una ronda quieta y reflexiva alrededor del pozo, hablando de sus cacerías, de los putos radicales, de las compras de River, de bueyes y victorias perdidas. En la noche partimos cada carancho a su rancho y nos despedimos de los Luises y su familia hasta el año próximo. Solo una vez volvimos a aquella casa, modificada en su alma y en sus cosas: los padres de los chicos habíanse muerto en la ruta y el José Luis estaba en el sur, en un yacimiento. El Luí, engordado y más serio nos presentó a quien ya conocíamos pero ahora en calidad de esposa: la Inés, más hosca pero segura de su estancia. Extrañábamos a la Susi y su culo venerable. Se lo dijimos en un aparte. - Ah, esa... se escapó con un ex compañero de mi señora, dijo señalando a Inés que recogía los platos. - ¿Che y el marido, el gendarme?, se animó Horacio. - Lo tenés debajo, donde estaba el pozo, y largó una risotada que nos sobresaltó por su afán de querer parecerse a la que usaba el viejo Luí de siempre, ahora marido y padre de dos criaturas. Miramos el rectángulo invisible: habían levantado una pileta de ladrillos. - Todo es posible, anunció El Dany mirando los terrones. - El amor es algo raro, sentenció el Luí y nos ofertó vino frío escanciado en una heladera nueva.

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