Dom 20.03.2011
rosario

CONTRATAPA

Los patios en la memoria de un patio

› Por Gary Vila Ortiz

Puede ser que me equivoque, pero todos tenemos el recuerdo de un patio al menos en la memoria. Pertenecen a esa otra época lejana de la infancia, para mí sin dudarlo. La casa donde nací, en la calle Buenos Aires 1328, que debe estar próxima a sucumbir, tenía una sucesión de patios que con el tiempo se transformaron en algo borgiano. Esa enorme casona se abría a un vestíbulo y luego a un hall muy grande, cuyo techo era una claraboya, que creo que desapareció cuando esa casa perteneció al Colegio Alemán, un colegio en el cual trabajaba una profesora a la cual amé y ya desapareció con el paso tan veloz del tiempo. En realidad, de cierta manera, los grandes amores van marchándose y de esa manera solamente quedan en la memoria.

De ese hall se pasaba a dos vestíbulos más pequeños. Luego a un patio de baldosas y finalmente a un patio de tierra que quedaba en el centro de la manzana. Por ese motivo, la compañía de teléfonos de aquel entonces, que no recuerdo si era belga o francesa, debieron colocar un alto poste en ese lugar y mi abuelo autorizó que lo pusieran. Mi abuelo materno lo hizo porque estaba en su carácter hacer cosas así. Y desde ese momento, y sin que él lo pidiera, dejaron de cobrarle el teléfono incluso cuando se mudó a otra casa. Me acuerdo, no sé si con exactitud, qué el número del teléfono era 7666. Mi viejo tenía el consultorio en esa misma casa y también recuerdo el número del teléfono 7698. Puedo equivocarme, y alguien podrá decirme que nunca hubo teléfonos de cuatro números. Puede ser que tenga razón, pero de hecho descarto una operación de mi memoria, tal vez porque la memoria solamente se opera en un relato de ciencia ficción.

El tema sin embargo eran los patios. Busco en un diccionario, donde el significado esencial es un espacio al aire libre en el interior de un edificio. También están los patios de butacas (en donde se sientan quienes se sientan para escuchar un concierto o ver una obra teatral) y también el patio de armas. Los argentinos, que venimos a ser nosotros, usamos patio cuando nos tomamos demasiada confianza, "ya hace tiempo que están pasando al patio". Creo que en ese sentido no he usado nunca la palabra patio.

En cambio tengo la sensación que habrá siempre un patio en algún poema, en algún textos en donde el uso de patio lo transforma en poema. En Borges, son seguridad, sobre todo en el poema "El patio" que se incluye en "Fervor de Buenos Aires". O su mención en "La lluvia", cuyos tres versos finales son: "Patio que ya no existe. La mojada / tarde me trae la voz, voz deseada / de mi padre que vuelve y que no ha muerto". Esto me trae el recuerdo de un tanto cuya letra la escribió Cátulo Castillo y la música pertenece a Aníbal Troilo y data de 1951. Es uno de los más bellos textos de Cátulo, no demasiado recordado.

La poesía rosarina es numerosa en patios, algunos nombrados y otros dichos entre líneas. Pienso en este momento en los patios que leo o entreveo en los poemas de Isaías, de Hugo Diz, de Rubén Plaza, de Gallego, de Calgaro, de Harvey, de Sevlever, que se fue hace tan poco y pienso que tal vez haya visto patios que nosotros ignoramos.

Estas líneas, sin embargo, las dicta un pequeño dibujo de Rubén de la Colina de un patio de una casa en La Rioja, provincia que él amaba entrañablemente. Al margen de su obra de pinturas y xilografías, el dibujaba en pequeñas tarjetas recuerdos de aquello que movilizaba su espíritu. Apuntes de los cuales tenemos unos cuantos y que guardamos entre las páginas de algunos libros. En este caso al buscar "El sayal y la púrpura", de Mallea, encontramos ese dibujo de ese patio de La Rioja y otros dos de Victoria.

Rubén mismo ha escrito detrás del dibujo la razón del mismo. ""pues sí, que también nos preguntamos nosotros que razón nos lleva a La Rioja lejana, Bueno, he aquí una de esas razones: sentados en una de las galerías que circundan el patio interior, de frente al añoso jacarandá que sombrea generosamente el espacio y oyendo el canto de los pájaros en el silencio fresco de la mañana, recibimos una paz mucho más penetrante y duradera que aquella que se nos brinda en una reunión piadosa"".

Algunas casas tienen todavía patios, otras jardines, la gran cantidad de departamentos de la ciudad, salvo excepciones que debe haberlas, han cambiado el patio por balcones, pero por grandes y bellos que sean, nada puede reemplazar a los patios, sobre todo si uno busca en ellos esa serenidad "más penetrante y duradera". En algunos momentos de mi vida podía observar, desde una ventana, una enorme eucalipto, y verlo, sobre todo al atardecer, era encontrar esa paz de la que hablaba mi viejo amigo. Sentía que se trasmitía algo que no llegaba a comprender con exactitud qué era, y eso que mi amistad con los eucaliptos data desde los tiempos de mi niñez. Ahora me tranquilizo viendo mi pequeño balcón, donde las plantas reciben la visita de gorriones, palomas de monte, tacuaritas y en ocasiones algún chingolito y un picaflor que siempre pienso debe ser el mismo, como ese ruiseñor de Keats del que habla Borges.

El movimiento y los sonidos y las furias de la ciudad, la insólita velocidad de quienes viven en ella, son ajenos a mi ser, si bien tengo conciencia que parte de ello se debe a mi vejez. Todo se mueve en un tiempo que me supera, aún cuando creo que siempre me superó. En los patios, en el patio, el movimiento apenas se percibe, uno lo descubre si lo desea, pero no es lo mismo.

En otros tiempos solía frecuentar la lectura al sol, sobre todo en el otoño y en el invierno. En ese espacio se puede leer de una manera diferente. Ahora suelo busca un sustituto: después de comprar un libro o un diario, me siento a leer al sol, fumando un cigarro de hoja, y si los fondos alcanzan, tomando un whisky con agua bien fresca y tres, cinco o siete hielos. Hace unos días estuve leyendo un libro, que no es nuevo, pero se trata de la última compilación, creo que completa, realizada en el 2006 por Alción Editora, de las "Voces" de Antonio Porchia.

Y Antonio Porchia me modifica desde que tuve oportunidad de leerlo por vez primera. Me admira el personaje, me parecen únicas sus "voces". "La verdad tiene muy pocos amigos", "Se vive con la esperanza de ser un recuerdo", "Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado".

He citado tres voces que tengo marcadas en la memoria y en algunos de los cuadernos que alguna vez quise llevar con cierta regularidad. Las tres voces pertenecen al mundo del patio, pues fue al sol cuando quedaron prendidas a lo que llamaría mi espíritu.

A Rubén le gustaba la paz que se respiraba en los patios. Debe ser así, pues en ese estado en que uno comprende ciertas cosas: "No hallé como quien ser, en ninguno. Y me quede, así: como ninguno".

En ese patio que dibujó Rubén voy pasando por mi memoria los patios que recuerdo de mi propia vida y aquellos otros que pertenecen a libros dispares, párrafos alterados en su cronología, pero recordados hoy como en un cine de entrecasa. Algunos tienen que ver con ese de La Rioja que memora en las líneas de su memoria mi amigos y otros aparecen por el sólo hecho que tienen que aparecer, es decir por razones que no conozco y mejor así. Gustavo Devimeux me regala un DVD con "Arsénico y encaje antiguo", un film inolvidable. Y se me ocurre pensar que esos ancianos muertos que acumula el hermano que se cree Teddy Roosevelt en el sótano que nunca vemos, es un patio en que el destino de esos ancianos que han sido llevados a la muerte por bondad por esas memorables viejecitas que en algunos momentos molestaban a ciertos espectadores pudorosos. Pero sí, el sótano que imaginamos patio era un sitio en las cercanías del Canal de Panamá, y vaya a saber qué diablos pasaba allí.

Me imagino, eso sí, la cara de Rubén, sus gestos, sus preguntas de cómo me había metido a transformar un sótano de comedia en un patio. Rubén era uno de aquellos que veía en el cine cosas que otros no podíamos ver. Y si en esto hay algo de autobiografía sepa perdonar el lector. Fue en ese enorme patio que es la plaza San Martín donde charlamos un día de otoño, sentados en un banco al sol, sobre un film que nunca olvidaremos, "Los tramposos", que fue como un adelanto a "la nueva ola" del cine francés.

Y en estas líneas que evocan sobre todo una amistad de más de cincuenta años, lo hacen a través de la recuperación entre las páginas de un libro, de un dibujo de un patio en una casa de La Rioja, un patio provinciano, de esos que no se parecen a ninguna otra cosa y son todas.

¿Y entonces por qué no terminar con un recuerdo que no sé si tienen o no que ver con estas líneas?. Mi abuelo materno tenía un campo cerca del Arroyo del Medio. En el verano él se sentaba mirando el poniente desde la casona, con su chambergo y la macana en una de sus manos, esperando que las gallinas fueran pasando hacia el aguaribay que usaban de dormidero. Y si él las conocía todas, las gallinas (que son mucho más sabias de lo que se cree) supongo que lo reconocía y que nunca cambiaron de ese sitio para dormir y creo que lo hicieron para no preocupar a mi abuelo que por ese entonces tenía más de noventa años.

Y dos detalles que no deseo pasar por alto. Quien no sepa que es una macana, puede buscarla en el diccionario. Por la plaza San Martín, cruzándola en diagonal, pasaba casi todos los días Beppo Levi ese hombre de excepción, de muy pequeña estatura y de un cerebro excepcional. El fascismo lo había traído a estas tierras, y cuando pasó, humilde, lleno de paz interior, Rubén me dijo, "así son los hombres sabios, de una modestia que con el sólo hecho de verlo era una lección de la humildad de los maestros".

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