Viernes, 25 de marzo de 2011 | Hoy
Por Beatriz Vignoli
Un tipo: el niño grande, medio huevonazo, metro ochenta y pico, futbolista o rugbier, malcriado, carnívoro, católico nunca del todo renegado, diplomado en algo realmente elegante; realmente elegante, gruesas cejas negras de Isidoro Cañones, esa pilosidad en el arco superciliar que es como pasto en el filo de un risco, un calderón sobre la nota de los ojos, "ojos de niño, negros como dos moras" (Pierangelo Sapegno, La Stampa); el machito argento, hermoso como un caballo hermoso, ni blanco ni negro, pálido, cetrino; el tonto inteligente, locuaz o silencioso, castrado en demasía, podado en primavera, siempre parado al fondo en todas las fotos como si estuviera pintado sobre el vidrio, mirando al vacío desde lo alto de su figura de fresco románico o de vitral gótico; da un poco de miedo, da un poco de rabia, no se sabe bien qué hacer con él. El no dice nada.
"Son incomprensibles", dice Amanda y yo pienso que no, que más bien son de una lógica de aritmética de primer grado. Son como el arte: ¿importa no entenderlos? "Son nocivos, de lejos o de cerca", me dice ella a mí que no concebiría la existencia sin ese veneno tan rico, más dulce cuanto mayor sea la distancia y en eso sí que estamos completamente de acuerdo. "No pierdas el tiempo tratando de entenderlo", me dice otra amiga y comprendo que ellas están hartas de ellos; se han hartado de moras, o de moros, de esos chicos que yo siempre tuve que mirar de lejos desde mi cárcel de presunto riesgo neurológico, léase chica demasiado inteligente para el gusto de la clase media.
Ellas hacen con ellos lo que se les antoja: primero los explotan, después les meten juicios. Ellos se dejan. Entre una cosa y otra les hacen un par de hijos. En venganza mutua, supongo. Sufren todos. Después crecen y mueren y son olvidados. Quedan los hijos, con sus bandas de música y sus terapeutas, su Playstation y sus clases de natación.
Quedan los hijos, que después escribirán letras de rock horribles y tomarán Red Bull.
Queda mi amigo economista gritando en una esquina por un vuelto de cinco pesos, mientras yo le apago el volumen a su imagen y me pongo a mirar una vidriera donde me han llamado la atención unas balas incrustadas en un vidrio antibalas, preguntándome qué clase de vida tendrá el hombre cuyo trabajo consista en balear vidrios antibalas para exhibirlos en las vidrieras de las casas de artículos destinados a combatir la inseguridad.
Eso fue hace dos años y según mi propia lógica, que Gary Becker hubiera comprendido, me salió más barato hacer el duelo. Así que volví a casa y me puse a escribir la novela del baleador de vidrios; pero nunca dejé de leer la columna de Sebastián Campanario, cuya profesión me hacía acordar a la de mi amigo, y ahora viene el otoño de nuevo y por primera vez en cuarenta y ocho meses me pregunto qué habrá sido de aquel chico grande de más de treinta que firmaba sus cartas por email con seudónimo, que sonreía como ronroneando, que era enorme y sensible como un gigante bueno y se puso nervioso y colorado una noche en que tomamos un café en un bar que tenía velitas en las mesas y me vio guardarme la servilleta de recuerdo. Si él solamente me caía bien, ¿por qué después los treintañeros altos no fueron lo mismo? Mañana es sábado y no veo la hora de encontrarme de nuevo, entre las páginas y páginas de palos al gobierno que no perderé el tiempo en leer, con ese nombre que es como un collage surrealista de Max Ernst donde un San Sebastián longilíneo es amarrado a un campanario gótico en vez de a una columna y le tiran con pájaros cargados de cadaverina como al juez Schreber. Soñé con una escena de teatro barroco que era como una mezcla entre La Metamorfosis y Hamlet. Un joven profesional enloquecía y se encerraba en la casa de sus padres, que se sentaban junto a su lecho de enfermo como el rey y la reina en su trono. Pero no era teatro, era verdad. Revolviendo las sábanas del desquiciado ausente yo le encontraba una novela inconclusa encuadernada y unos calzoncillos que eran como bombachas: unas vedetinas de encaje blanco, un encaje como del siglo diecisiete.
Una semana más tarde me cuenta mi amiga, la que sigue la serie El elegido con su vecino médico cebador de mate full time: le va a salir mariconazo el hijo de su pareja a menos que ella misma se tome la molestia de comprarle calzoncillos de varón, con piernitas. ¿Cuándo fue esa discusión? Hace dos semanas, dice mi amiga. "Vos escribís en la oscuridad", me dice Nicolás en la mesa del bar donde unos vitrales en ángulo recto representan de un lado al doctor Jekyll y del otro lado al señor Hyde. Nicolás me pregunta si yo veía los encajes y le digo que sí, al detalle, que podría dibujarlos. Su amigo Perry entra y se sienta y me invita a hablar en un micro de radio auspiciado por Mandrake. Me encanta, les digo, que me auspicie Mandrake. Suena como una maldición: "Andá a que te auspicie Mandrake".
Escribo la novela, la imprimo, se la leo a mi madre en el sanatorio. Mi madre está contenta con su neumonía porque el antibiótico le hace ver enredaderas de colores.
Mandrake es mandrágora, el Mondragón, la planta que es como un tipito con piernitas. Me cuenta Nico que quien la coseche morirá en veinticuatro horas. Leo en La Stampa, escrita por Pierangelo Sapegno, la historia de una madre, una abuela y un abuelo de Ferrara, condenados por amar demasiado a su bimbo de 13 años, que cuando no va a la escuela "sta chiuso nella sua stanza tutto il giorno". Al juicio lo inicia desde Milán el padre: un padre desesperado, dejado afuera, oischlissen; interdicto, prohibido, vedado.
Soñé que en medio de una gran catástrofe encontraba monedas y vivía exclusivamente de ellas. Soñé en la siesta con un murciélago de peluche verde al que tenía que coser de un par de puntadas, porque se le habían desprendido las alas del cuerpo. Solamente cartas como alas pasan por las hendijas de los buzones. Pasan libros. Pasan galletitas, dice Douglas Coupland. No pasa el cuerpo. No hay espacio para el cuerpo en los ejes de abscisas y ordenadas donde son crucificados los niños gigantes, podados en primavera.
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