CONTRATAPA
› Por Daniel Attala
En honor a la verdad voy a empezar por una vileza, por una mezquindad; que me pasó por la cabeza al leer el título Divina Justicia, el Cielo lo sabía (de Carlos Fraticelli y Norma Tejedor) y ante numerosos pasajes del libro. Pensaba: ¿cómo es posible creer que Fraticelli y su ex esposa Graciela Dieser fueron absueltos de la acusación del crimen de su hija gracias a la Justicia Divina? ¿Y los presos o detenidos que murieron sin que nadie llegara siquiera a preguntarse si acaso no eran inocentes? ¿Y las demás injusticias que se cometen a diario, mientras todos pasamos de largo como si nada, cuando no aportando su palada de tierra para hundir otro poco al desgraciado? Al fin y al cabo el propio Cielo, a sabiendas de que el Hijo era asesinado, lo dejó tomar del cáliz, como se suele decir, hasta las heces. Y en el trance, el propio Jesús le preguntó al Padre por qué lo había abandonado.
Pero me desdigo de esta consideración, apartada al fin y al cabo del verdadero interés del libro; su lector no es nadie, además, para poner en tela de juicio la piedad de los autores. La de Norma Tejedor porque si no fuera por su abnegación, debida quizá precisamente a la fe, quién sabe si él no hubiera corrido hasta el final la suerte que le tenía reservada la mafia político mediática policial judicial que rigió los destinos de la provincia de Santa Fe al menos hasta 2006: la locura, la muerte. La de él, por lo inconmensurable de las miserias (gratuitas) que le tocó sufrir, dicho sea de paso como le podría haber tocado a cualquiera, ya que en su caso rigió una quiniela clandestina no muy distinta --en algunos aspectos que el lector honesto no dejará de reconocer-- de la que repartía la desgracia durante dictadura. ¿Y qué importancia tiene además el parecer, religioso o estético, de los autores de este libro? Son los hechos que exponen lo que importa, y el nombre y apellido con que, no sin valentía, los refieren. Hechos tan bárbaros que vuelven ridículo, y como digo mezquino, cualquier prurito sobre el bálsamo con que se los remedió.
Acabo de leer la última página de Divina Justicia, el Cielo lo sabía. Allí se transcribe la declaración del gobernador Binner a propósito del caso: si él fuera miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Provincia, renunciaría con vergüenza. Ninguna renuncia se produjo; luego, en esa tesitura, tampoco ninguna vergüenza. Y ahí siguen, en varias instancias, llámense como se llamen, los Pautasso, los Vidal, los Risso, los Burrone de Juri, todos ellos, en fin; indignos de la jerarquía que hoy Fraticelli todavía debe soportar que le sea adjudicada únicamente a título de ex porque fue destituido, mientras los caínes se siguen pavoneando con el trato de doctores, de rigor en la casta togada. "El ex juez Fraticelli", se dice o escribe, a menudo con regocijo, en los medios de comunicación, que fueron un factor imprescindible, como se percibe en el libro, en igual o mayor medida que el policial, en este caso emblemático de la corrupción santafesina.
Subrayé en tres lugares mi ejemplar. El primero es un leit motiv en las reflexiones de Fraticelli, que aquilata su caso y lo autoriza a funcionar como caso testigo, según sucedió en otras latitudes (así lo sugieren los autores del libro) con el caso Dreyfus: para advertir de los peligros que corre una sociedad cuando sus máximas autoridades usan las leyes para cosas todavía más bajas que limpiarse. Dice Fraticelli: "Si esto me pasó a mí siendo un hombre de la Justicia, qué destino puede tener un ciudadano común que cae en manos de estos jueces". Digamos, de paso, que la conciencia que se expresa en esta frase es más fuerte, en su verdad cruda, que la desesperada fe del título: un ciudadano de a pie, un buen día hubiera aparecido en la celda colgando de los barrotes de la cama. Y aquí sí el forense hubiera dicho que era suicidio.
Segunda anotación. Al final, los autores traen una frase elogiosa pronunciada por un ex intendente de la ciudad de Rufino al conocer la liberación de Fraticelli en 2006: "Yo, si tuviera algún problema penal, lo quisiera tener como abogado". En el margen, anoto que yo no, porque con los jueces que lo juzgaron, no parece haber abogado que valga. Yo que sí quisiera es tenerlo de juez, a él o a otro que haya pasado por lo mismo. ¿Qué mayor garantía de justicia? ¿Y no es lo que se debería exigir de las autoridades: que el cargo le sea restituido?
En tercer lugar subrayo una parábola (pág. 147 8): un caballo se cae a un pozo; como no lo pueden sacar, proceden a matarlo, con el expediente un poco enfático de ir sepultándolo con tierra; a medida que se la arrojan, sin embargo, él aprovecha para subir, y es así, usando como peldaño la crueldad de sus verdugos, que el animal se salva. Acaso alguno vea en esto candor. Pero es de suponer que cuando se vive una situación de inhumanidad como la que relata este libro, esa parábola es un paliativo más eficaz que aquélla, harto más hermosa, pero fatalmente sombría, de Caballo en el salitral, del mendocino Antonio Di Benedetto: un caballo corre desbocado durante días, por un salitral, tirando un carro lleno de heno y sin carretero, hasta que muere de hambre y de sed y enloquecido por el olor a hierba fresca que lo persigue. Acaso es fácil, decía, preferir esta historia y no la del caballo redimido, mientras se está sentado ante un escritorio, en casa.
Días atrás se supo que un fiscal quiere reabrir la causa por la muerte de la hija del matrimonio Fraticelli. Es de creer que con todo lo que pasó, ya habrá un enjambre de periodistas serios y una cohorte de funcionarios responsables tratando de establecer los motivos de lo que se prepara, decididos a impedir que la Justicia --que ha de ser ciega y no tuerta como el venado que da nombre a la ciudad del fiscal en cuestión-- cometa otro atropello. Por ejemplo: que todo este asunto de la reapertura del proceso no tenga nada que ver con la jornada electoral que se avecina.
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