Jue 07.04.2011
rosario

CONTRATAPA

Flecos del Gallego Blanco

› Por Jorge Isaías

No hay ninguna hilacha para tirar de ella cuando un rostro, o un nombre o un apodo, no se acompañan con el gesto de esa persona memorada.

A veces es como un presentimiento, una noción un poco oscura, un nombre que alguien dice en la mesa del bar, o cruzando una calle solitaria, que está hoy asfaltada y que transitamos --con una trampera cada uno - con Oscar Blanco, primer compañero de primaria que recuerdo. Oscar es el mismo cascarrabias que en el pueblo nombran "Gallego Blanco" y a quien mi madre le decía "Blanquito", y algunos --los menos- "El petizo". Yo, con mi fijación infantil, sigo llamándolo Oscarcito, como cuando nos cambiábamos las figuritas de los cracks de la época o yo le pedía algún libro prestado en nuestra compinchería de la escuela primaria, ya que hicimos los siete años juntos. Hacia el quinto y el sexto de entonces nos hicimos más amigos.

El, Oscar, venía junto a su hermano Raúl --todos los días después de almorzar-- a jugar conmigo entre los árboles que en mi casa siempre fueron numerosos. Allí se entretenían a mares sacando agua del pozo con un balde, a través de una cadena que circulaba por una roldana, ya que ellos vivían "en el centro", frente al Club Huracán, y la casa de ellos tenía un local al frente donde el papá, don Luciano - un español venido de León -, era dueño de una pequeña granjita. La familia la completaba doña Ana, la hacendosa mamá de grandes lentes con marco negro, que también ayudaba detrás del mostrador. Al agua ellos la extraían con un bombeador eléctrico.

De cadetes fungían Oscar y Raúl, luego de la escuela, a través de una bicicleta con una gran canasta de mimbre con la cual entregaban los pedidos. El arreglo entre ellos --o la orden de don Luciano- era un viaje cada uno, que aún así no respetaban a juzgar por las grandes discusiones que a veces llegaban hasta las escenas de pugilato.

Oscar Miguel Blanco, con todos los alias que ostenta, es la única persona que me habló de Roque Vázquez. Lo que cuento de esta persona (que yo debí conocer, pero no me acuerdo) corre por su cuenta.

El papá del tal Roque era "ratonero" de la empresa Norte, cerealera de entonces. Quiero decir que su oficio (el del papá) era exterminar la numerosa prole ratonil que buscaba alimentarse de los muchos quintales que se almacenaban allí. Esta familia se fue pronto del pueblo, cuando Roque - un año mayor que nosotros- estaba en primer grado. El chiste es que cuarenta años después, pasando por la ruta, quiso volver "a ver su primera escuela". No bien bajó del automóvil, se le aproximó Oscarcito, que vivía justo en frente, y lo espetó más como interrogatorio que como saludo: "¿Qué decís, Roque Vázquez?".

No quiero imaginarme el asombro de este ex niño --hoy hombre- que se perdió en la nada de mi tiempo, porque salvo esta anécdota que me fue referida por mi amigo no tengo otra noticia de él desde entonces.

Con una personalidad tan llena de amistad y de pocas pulgas de un hombre inteligente como es el Gallego Banco, no es raro que sobren anécdotas, cuando hay mar de años y de distancia encima. Desde los primeros tiempos, los remotísimos años de entonces, cuando en la 156 se trompeaban duro en cada recreo con el "Bocha" Peiró, a quien la buena de la señorita Lidia sentaba junto a Oscar para que se amigaran o tal vez porque eran los dos más bajitos del grado, pasando por la adolescencia donde integramos la segunda división del Huracán y nos subíamos a esos traqueteantes camiones que nos llevaban a pueblos vecinos que a mí --tal vez por la intemperie y aspereza de los caminos de tierra- se me antojaban lejanísimos y volvíamos casi siempre vencidos pero nunca derrotados, con el optimismo intacto, el espíritu en pie para nuevas aventuras futbolísticas.

Y el hoy nuestro, él allá en la Galicia de sus mayores y yo aquí, en esta ciudad del "río marrón". En este presente donde nos vemos sólo si coincidimos en el pueblo, muy de vez en cuando, pero que sin embargo no pone en juego el afecto y los recuerdos como una llaga viva.

Este último verano nos vimos en un par de oportunidades y yo, no por ponerlo a prueba sino sólo por charlar, le fui haciendo algunas preguntas sobre el pasado que nos incluye por generación, pero también por muchos momentos --algunos cruciales- que compartimos.

Comprendí que el Gallego sigue siendo el más certero, milimétrico y obsesivo cronista de cuanta anécdota dé vueltas por nuestras mentes olvidadizas, que sobrevuelan la melancolía arrasadora del edificio del club y esas mesas "que nunca preguntan".

Hasta recordaba de quién había sido aquel foul que trajo el penal y nos sacó olímpicamente del campeonato cuando militamos en la quinta división y jugábamos con camisetas descoloridas y desiguales que venían siendo usadas desde cinco años atrás.

Todo eso y mucho más me llevé esa noche cuando nos despedimos en esa calle de su casa que siempre transitamos de niños, que pasa por el club, y cuando me detuve para ver cómo se iba al tranco ligero de sus piernas cortas le grité: "¡Chau Oscarcito!". Y sin pararse, se dio vuelta y me saludó con la mano, internándose en la calle cubierta de sombra nocturna que pronto se lo tragó como nada.

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