CONTRATAPA
› Por Federico Tinivella
El ombligo, a simple vista, le parecía al Panza una incongruencia. Cuando más profundo ahondaba en sus cavilaciones camaleónicas creía que el pupo era el final, el cierre o la conclusión de algo maravilloso: un ser. Y las metáforas se aglutinaban en su glotis, imaginaba ese mágico acabado como el sutil touch del pastelero, al elevar un montículo de crema para cerrar una obra maestra: el Lemon Pie. También en su jugosa mente asociaba el ombligo y su cordón con la imagen de un avión abasteciendo a otro de combustible. En eso estaba cuando alguien golpeó a la puerta violentamente, como si quisiera entrar porque es perseguido. La imagen que el Panza se figuró, desde el inodoro, era la de la película Crónica de una muerte anunciada, versión del libro que lleva el mismo nombre. Allí, el hijo de Alain Delon es perseguido y aniquilado ahí nomás de entrar en su casa. Dreuty se tomó su tiempo para apretar el botón y subirse los pantalones, su camisa dejaba ver unos bellos color castaño, transpirados.
Llegó a la puerta sin despeinarse, sin embargo, antes de abrirla paso su mano derecha por sus pocos cabellos, por las dudas. No cabía en la mente del panza preguntar antes de abrir, su hombría era basta como esas plantaciones de soja que se extienden a los lados de la carretera y que no se sabe de quién son. Dreuty habría sin preguntar para sentir sorpresa, buscaba en su deambular por la vida solo una cosa: sorpresa. No veía con buenos ojos, después de haber sido conectado por un croos, por una moto croos en el 73, al escapar de la turba enloquecida que intentaba saludar la llegada del General en Eseiza. Había ido hasta allí en busca de una chilena mansa, que lo amó en Puerto Mont una noche del inolvidable invierno de 1970. Se habían escrito más de lo que se habían amado, ya que el Panza paró en tan bucólico (a los ojos del Panza) lugar por una minúscula noche. Recordaba, al esperarla en Eseiza, el momento en que ella levantó el collar del paño y lo miró a los ojos. Almidonó su vida ese instante, que duró lo que dura una postal bajo la lluvia.
El Panza no veía con buenos ojos preguntar antes de abrir la puerta, el
¿Quién es?, le parecía tonto, qué es esto, una adivinanza, se preguntaba y respondía al mismo tiempo, éste ejercicio lo aprendió de tantos años de
vivir solo. Escuchar del otro lado "soy yo", le parecía el gesto más vulgar de todos, qué aburrido, pensaba Dreuty. El, por lo tanto, no preguntaba.
Como no preguntó a esos ojos rasgados de dónde provenían, cuando al posarse sobre los suyos, sintió un tifón de calambres placenteros y desconcertantes.
Hasta ese momento no conocía los síntomas del amor extremo, sí había leído o escuchado que uno pierde los estribos y se queda medio estúpido ante la llegada de este. ¡Cuánto cuesta! preguntó la jovencita con un acento que lo llevó inmediatamente a los discos de Víctor Jara que escuchaba su padre. Las agujas de los relojes se detuvieron, las lilas rociaban de ternura las costas de su nombre y la lengua se endureció como si hubiera recibido un cachetazo de hielo seco. Tardó unos instantes en responder, lo que su bolsillo disponga madmoaselle, aventuró Dreuty, sonrojándose. Mis bolsillos están vacíos noble artesano, contestó la pícara jovencita, que ya leía el texto de la pasión en la cara del Panza. Allí sembró su semilla una conversación que duraría horas, las que separaban ese instante del tren que llevaría a Dreuty a Santiago. Cambiaron direcciones y figuritas, cambiaron sus voces sobre el final de la trama del descubrirse. Adiós, se oyó casi como un sollozo desde el vagón número tres, las ojeras de Dreuty se hundieron aún más, semejaban dos ciruelas podridas. La jovencita, por su parte, que a esta altura ya era Graciana, apretaba entre sus deditos de mecanógrafa el collar de plata trabajado con piedras semipreciosas, que Dreuty había robado a un artesano dormido en un camping de Puerto Varas, unos días atrás. Bye, bye dijo ella en un inglés muy claro. Y el tren se perdió en las rutas de la nada como cuando arrojamos una bombita de agua desde un balcón y nos escondemos por miedo a que nos descubran.
El Panza abrió la puerta del lavatorio de aquel tren mugriento y al abrir la puerta ahora no podía dejar de pensar en aquel momento. Lo hizo, entonces, con los ojos cerrados. Al abrirla, una ráfaga de luces lo atropelló burdamente, luces giratorias, endiabladas luces de patrullero. Es usted Rogelio El Panza Dreuty, espetó una vos uniformada desde arriba, quien esgrimía la pregunta era de temer, su altura era considerable, no así su voz que era aguda y ácida como un látigo en la piel de un delfín. So eu, dijo el panza, pensando que si hablaba en portugués los despistaría. ¡Qué ingenuo!, no sabía que los nuevos oficiales de la ley aprenden idiomas, más ahora con esto del Mercosur.
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