Martes, 12 de abril de 2011 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
Fluyen, las palabras fluyen como aguas de un río que desciende seguro de su origen y de su destino. Fluyen, las voces fluyen como la risa incontenible, esa que contagia y permanece en la sangre, y que eleva las almas hasta la esencia de la alegría. Fluyen, las notas fluyen perfectas y rítmicas como el pulso de la vida: jazz que concibe, blues que pare, rock que acciona, tango que amortaja y nosotros que asistimos al más bello espectáculo del mundo. Fluye, la energía fluye y se derrama sobre esta página que no es página sino apenas un vidrio pintado de blanco que simula la textura mientras yo aplasto estas teclas grises, perlas cúbicas que me amparan en la credulidad, en esta sensación de ser yo quien habla cuando es tan claro que no, que es mi voz ajena, propia y ajena; ella me convida las frases, me las alcanza para que elija, al fin elija, al fin, al fin, al fin, al fin elija, al fin acepte el acierto de mi opción.
Fluye, mi fuerza fluye en la seguridad de ese río que desciende, en la certeza de haber encontrado el destino, la senda que me fue concedida, en la habilidad para reconocer las señales, al fin reconocerlas para no temer a los obstáculos, para dejar de pensar en la meta, sólo en la meta, y así disfrutar de la perspectiva que me ofrece el camino.
Fluye, mi alma fluye distendida en los rápidos de aquel río seguro; se sacude, la barca reverbera, se mece, amaga hundirse y sin embargo avanza, avanza, avanza, y es la conciencia del avance (ahora que lo reconozco, que mi atención ya no está sobre el peligro aparente) la que me completa y me suspende, y me dejo llevar; fluye, fluyo, fluimos.
Aquí está mi amor, aquí lo vuelco, lo reinvento, lo acicalo y lo protejo innecesariamente: reflejo de un temor que ya no siento. Aquí está mi amor, aquí dispuesto para quien quiera recibirlo, aquí está mi vida. Es esta sensación eufórica, el deseo de salir a la calle y gritar: ¡lo encontré, al fin lo encontré! Aun cuando no lo veo ni puedo tocarlo, lo siento, lo siento con cada centímetro de mi piel, con cada gota de mi alma.
Trato de comprender, trato de no mostrarme soberbio, pues esto que tengo y tanto me costó conseguir es para cualquiera y está ahí, al alcance de la mano... Pero tanto, tanto me costó llegar a mi tesoro, tantas fueron las lágrimas y los pozos, las ciénagas y la oscuridad, los traspiés y las necias amenazas contra mí mismo, que ahora, ahora que lo tengo y sé que lo tuve siempre, me cuesta recordar que hubieron pozos y ciénagas, que si alguien llora y se desvive no hace más que empantanarse en los mismos lodazales que a mí me acobardaron.
Me aferro, debo hacerlo, me ligo a la memoria para no impacientarme, para saber esperarlos, o al menos acompañarlos en las caídas. Pero si me piden lágrimas, si me exigen que me hunda, les respondo con un no rotundo: ¡No, vengan hacia donde estoy yo, hacia este río que fluye seguro de su origen y de su destino! Claro que no es a mí a quien deben escuchar, sino a las palabras que fluyen, las suyas, los acordes que acompañan, esa voz que está y habla, siempre habla, y tan claro, tan, tan, tan claro.
Memoria, memoria, debo hacer memoria, yo también caí, también me empantané, lloré, lloré, lloré, rogué al cielo que me dimanara lento en la nada, que me arrancara de cuajo la mente y la transmutara en vapor, deseé tanto disolverme como bruma de media mañana, ser nada, ser nadie, no sufrir, no sentir, no al dolor por cobardía, no al amor por cobardía, no a nada, ni lo malo, ni lo bueno, nada, nada, nada: deseé tanto morir.
Memoria, debo recordar para apuntalar mi paciencia; sé que me alcanzarán, sé que llegarán, mi historia no es diferente a la historia de cualquiera.
Memoria, debo recordar para contagiarles mi alegría. Fui débil, tan débil y es aquello lo único que recuerdan de mí, se aferran a mis caídas para justificar la inmovilidad posterior a las suyas. Debo recordar, recordarles, recordarme; sin embargo, ése que resurge entre pliegues de nostalgia no soy yo. Es otro, es alguien que debió morir para permitirme nacer. Es otro, otro, otro; soy yo pero es otro, otro, otro...
Fluye, el dolor también fluye, liviano, como babas de diablo líquidas que buscan el Leteo afluente, aquel que hubo sido condena, fue olvido, y es perdón. Pero antes no, antes era una pasta gelatinosa que se aglutinaba en la bifurcaciones de las arterias, antes permanecía y se acumulaba, y transformaba el torrente en una laguna estanca y hedionda, la Estigia de Caronte, el límite hacia los círculos en espiral que desembocan en el peor de los núcleos, aquél que se debe conocer si se quiere renacer. Y desde allí, ascender, como Dante guiado por su amada (para él sí Beatriz, para Dante sí), ascender y no cejar en el esfuerzo hasta sentir en cada partícula de existencia la presencia de Dios. Yo existo, vos existís, El existe.
Fluye, el dolor también fluye, y hay que aceptarlo, hay que dejarlo fluir para que las venas respiren, para que el río prosiga su curso y no se desborde, para que las fuerzas no se dispersen en la innecesaria, en la fatídica autocompasión. No se puede vivir de lamentos, y sí se pude vivir de amor: si hubiese sabido esto antes, cuando el río era laguna, cuando yo no era yo; si lo hubiese sabido.
Fluye, la nostalgia fluye con un hálito de esperanza, de recuerdos aceptados; reales, tergiversados, mal olvidados, pero aceptados, al fin, al fin, al fin aceptados y necesarios para ser, ser, al fin ser en mi destino. Fluye el pasado y se presenta aquí, tan cierto como el instante, tan cierto como que lo he revivido en este presente que acaba de morir, y que consume en su muerte, con un hambre voraz, los instantes que hasta el último cerrar de ojos estarán por venir. Fluye, el tiempo fluye y todo cambia. Río, tiempo, cambio, la alegoría original. Fluye, el tiempo, corre, corre, corre.
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