CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
En el vigésimo día de marzo del 72, Aldo vio correr por el techo, con un apresuramiento y una enjundia propia de los locos, a una araña que iba tejiendo su trama de una punta a otra de las esquinas altas del cuarto donde se hospedaba. Había merodeado la zona bancaria todo el día buscando conchabo y ahora se encontraba como si lo hubiesen rajado al medio, azotado por el cansancio. Tanto, que cerró los ojos por un momento y soñó un instante que fue un siglo. Al despertarse, sobresaltado de su sueño, su propio cuerpo aún vestido con camisa blanca y corbata roja, el pantalón desabotonado, manchado con la bebida que tenía sobre la barriga y que lo terminó de despertar de aquel viaje de sueño, arrobamiento y destrozo que viviera por siglos, pero sólo había durado un minuto y medio, exactamente. En ese mismo lapso la araña había tejido ya su trampa aérea para las mosquitas de la humedad que merodeaban las alturas del petit Hotel San Carlos, antro irregular que dispensaba piezas a viajantes, prostitutas y gente de paso como Aldito, quien había soñado una pesadilla atroz hacía sólo un momento: la araña se lo estaba devorando en medio de la estación llena de gente. Aldito era un recién separado, el primero que veíamos.
Afuera chista una lechuza como un filamento; un cartel de chapa movido por el viento retumba pero es como un tambor lejano que sin embargo suena a dos metros, junto al pescante de la ventanilla; lejos pasa un tren y si Aldo cierra un ojo da la sensación vertiginosa que carrilea en la pieza misma.
Aldito clausura el pastillero con el hastío de un morfinómano pero se sabe algo menor e infame: un adicto al calmante, un gordito con alma de señora que no se animó a matarse.
Recuerda el sueño de la víspera y le da un vuelco el corazón; la sensación de lo fabuloso en su vida es nuevo, por eso se ríe mientras está frente al espejo. "La morsa va afeitarse la cara", murmura. El sueño era así: casado con Isabelita Perón, bella y joven, con un Perón ya fallecido y un viaje sobre el ala de un avión que terminaba en las cajas secretas de los Perones en Suiza. Era feliz, era antiperonista, era un dios. Además, se acostaba con ella. Ahora aparecen cuerpos. Perfumados, exudando juventud. Imagina y se ve a medio afeitar, las piernas blandas, leve erección, las primeras canas en el pelito exiguo del pecho que limita con su panza, la medallita de la Virgen Milagrosa. Reflexiona la bestia adormilada mientras barrunta universos perfectos. "Sé pensar", se oye diciendo en voz alta. Y era como si aún tuviese tiempo de algo. Diciéndolo como la autoafirmación de los creyentes, como los salmos, los mantras: "Yo puedo, yo puedo". Se sienta en el inodoro y las tripas destilan un movimiento emergente sonoro, bien ubicado en el centro de su estómago y que retumba como dentro de un socabón.
Piensa, la bestia, regurgita cosas en medio de sus miasmas. La mujeres que están buenas son siempre para otros, para los demás. Debe haber un sitio en la altura, digamos un piso 20, con el atardecer, una gran cama de acolchado blanco, de esos que son una pluma pero uno puede dormir en bolas en pleno invierno, y ahí él, un rey, el rey del Pito Endiablado. Y ellas salen luego, por la mañana, con el pelo húmedo, bien atendidas. Fueron amadas por un dios, imperturbables a esos empujones que más hermosas las ponen. En suma, no duermen con nadie más que con El. Y uno las ve pasar. Ocasionalmente puede que tengan un noviecito, novio, chabón, filo, amante, lo que quieran. Pero lo realmente perfecto e irreal es que ellas van a ser tocadas realmente por El: quien se convierta en El será el poseedor de Ellas. Simple. Ser un dictador, un jeque, un millonario. Acceder a las grandes masas de dinero, las toneladas que salen de la fábrica, embolsadas, empaquetadas en nylon, tienen un destino cierto, intocable, vigilados por gordos con ametralladoras.
Rememora la historia que le contaron: una bolsa de estas cayó sobre el pie de un cuidador y le fracturó el empeine. "El poder destructivo del dinero y el ahorro", dice mientras se raja otro. Tira la cadena, un retazo de alambre forrado en nylon que chirriando se lleva su interior como piedras. Atisba un ruido; llega el harinero a los gritos descargando las bolsas para el comedero inmundo de abajo.
Las pizzerías invariablemente tendrán en su pared, en el recuadro de un panel de acrílico, el dibujo de un tipo itálico con mostachos y las de algunas rotiserías un gordo panzón que viene corriendo con una bandeja humeante. Las carnicerías una ternera o una cerdita sonrientes, ignorando o (lo que es peor) asumiendo con beatitud su condición de carne de matadero.
Allá abajo, lejos pero cerca, a través del pedacito de paisaje que deja ver el tragaluz, Aldo ve la entrada del banco que es lo único que refulge encristalado: vidrios, y dentro el oro de todos los reverendos hijos de puta que tienen o guardan la moneda que a él le es tan lejana, ajena como un tango escrito por un genio que él envidiara porque jamás tendrá ni su pinta, ni su pluma, ni su amor, ni su ternura ni su talento. "Banco que me hiciste mal", susurra. Y por un momento en la C invertida que forman los dedos de su mano derecha, el edificio le cabe allí dentro. Lo sopla como para tirar al aire todos los billetes todos, todo el oro, la plata, todo lo escondido vilmente en las cajas de seguridad. Otro sonoro pedo corta la visión. Siente risas al lado: las paredes son de tabique corlock y se están riendo.
"Así empieza un divorcio", nos termina de contar Aldito, con el ridículo, mientras mira con fastidio y melancolía por la ventana del Bar la Capilla, instruyéndonos a nosotros, pendejitos, cómo habrá de ser la vida de los separados.
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