CONTRATAPA
› Por Guillermo Paniaga
Tengo un jardín de palabras. Las hay de toda clase, aunque abundan los adverbios y los adjetivos. Hay sustantivos, claro, y algunos verbos, pero estos no necesitan especiales cuidados, por eso más bien me gusta contemplarlos en los campos y en las montañas y a los lados de los caminos en lugar de sembrarlos en mi jardín. Cultivo sobre todo las que requieren de una estricta vigilancia para que, puestas allí donde elijo, sean tan hermosas como pretenden; un descuido leve y ya mi jardín queda estropeado.
Pongamos por caso la palabra escalopendra; es un sustantivo, pero éste sí requiere algún cuidado, porque lo reservo para metáforas futuras. Es una bellísima palabra. Uno pronuncia es-ca-lo-pen-dra y es como si masticara un manjar hojaldrado. Digo escalopendra y se me hace agua en la boca. Sin embargo, hay que vigilarla para que esa belleza no termine siendo un dolor de cabeza. Porque, por más bonita que quede la construcción, por más poética, a mi juicio no se pueden poner juntas las palabras --tengo un ramo de escalopendras de tallos desiguales--; la primera razón a la vista: las palabras tengo, tallos y desiguales, que son agrias como pickles. La segunda: las escalopendras, como podría deducirse de aquí, no son flores. Entonces, salvo intención previa, y cuidando que el entorno lo merezca, esa frase es una de las que prefiero distantes y por eso riego con esmero la palabra escalopendra y procuro arrancarle las malas hierbas que nacen a su alrededor.
Me gustan, además, sentirlas al tacto y olerlas. A las palabras de mi jardín, se entiende. Mis preferidas son, a saber: la suave curvatura de sutileza, por ejemplo, que huele levemente a menta y almendras; la ríspida superficie de indiferencia, que huele a nada en un primer momento, pero que dejándola reposar un buen rato comienza a desprender un aroma como de pochoclo dulce, algo muy distante, a la vez que las aristas van redondeándose imperceptiblemente (claro que si bien es un proceso natural evolutivo de la palabra indiferencia, lo cierto es que cuando esto sucede ya deja de serlo y es otra palabra que aún no descifro la que allí queda; definitivamente es otra más amable en sus formas y aromas, aunque en apariencia, a la distancia, permanezca tan ríspida e inodora como siempre).
La estructura de mi jardín es muy sencilla. No necesita de grandes descripciones; más bien diría que de ninguna, aunque para quienes necesiten más palabras para verlo, pues bueno, aquí recorté un ramo pequeñito: El mediador entre el cerebro y las manos ha de ser el corazón. Lo copié de un arreglo igual al que vi en una película muy vieja, una muda, en blanco y negro. (Está bien, la película se llama Metrópoli, pero para aclararlo me vi obligado a buscar entre las piedras esa palabra que tampoco me gusta; es como si me dejara arena entre los dientes, sepan reconocer el esfuerzo).
Hay muchas palabras en mi jardín, nombrar cada una de las que me gustan o no, sería interminable. No diré que sería como leer el diccionario --porque ése sí que es un gran jardín con todas las especies y con tantos ejemplares de especies extintas-- pero es bastante variado y sería al menos cansador. Por eso apenas me voy a detener en una palabra que encontré no hace mucho tiempo en mi jardín. Es una palabra preciosa, de un color amarillo, que reconocí de inmediato. Es una palabra en apariencia similar a las otras de su misma especie, pero ésta es diferente. Es una palabra bellísima, y que sin dudas requiere de innumerables cuidados (o eso al menos parece, por su aparente fragilidad), pero que a la vez se nota que es propia de regiones abiertas, de los campos, de las montañas, de los lados de los caminos y que mantenerla atada a un jardín, por más atendido que éste estuviera, sería como despintarla hasta dejarla otra de sabor ocre, una palabra que al nombrarla sería como un montón de cera caliente en el entrecejo. Es por eso que le abro las puertas y le pido que se vaya. Pero ella se queda, se queda, se queda, se queda, se queda y la verdad no sé muy bien qué hacer.
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