CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
El mastín es un perro que vigila el ganado del Infierno. El que está impreso en esta botella. Mastín. Mastinto. Lástima que el brebaje de calidad sea caro, el bueno dicen que es meada de los ángeles. Los gobernantes que odian las quemaduras por alcohol de Satán -que es quien intenta eternamente saquearle sus bodegas- vigilan la entrada a las barracas donde se destila el mejor, merced a los oficios de un dios alquilado, maquillado de poderoso, y dicen que el Mal aún no lo advirtió. Acá, acá está el atado de Marlboro importado que me diera Rita Hayworth y a quien yo despreciara sin sacarla ni una vez a bailar... eso, así, danzando, danzando se va nuestro amor, no puedo parar, abajo está toda la yuta de Oriente envuelta en sus túnicas porque saben que tengo el cargamento y me empieza a latir el pecho... hace un mes que no me baño, sucio, gordo de mierda hincha de un equipo que no juega más.
Borracho. Se apoya en la cortinita plástica del baño que se desprende y cae sobre él, luego se derrumba en el piso y termina con la cara en el jabón, mirando el reborde de las patas de la bañera que son garras de monstruo que lo están esperando para desollarlo, disecarlo, extraerle toda la sangre colesterolémica de fracasado que lleva dentro y después ahogarlo en la sentina donde el alcohol es Hesperidina con naranja y los vapores empiezan a subir. Abre el grifo, se desnuda con los pies, tira los pantalones, las medias caen en el inodoro, se mira la pija bajo la panza que ha crecido enormemente y en nada se parece a la pija de un galán torneado. "¿Cuánto hace que no la pongo?", balbucea y se espía en el espejo cuarteadito aún con la camiseta bajo la cual supone ver hay tatuajes imprevistos de mareas y de viajes y de islas y serpientes, pero sólo hay vello, un pelo de lechón galvanizado con grasa y fortaleza de italiano peludo de mentón con papada y ojitos celestones que están más abiertos que nunca, tratando de entender eso que ve cambiante en su figura; esa prolífica mezcla de alegría con desazón que siente en su carrousel como un torrente y siente ganas de morir y de coger y tomar alcohol, a la vez, suicidándose posteriormente bajo el agua carbonatada y sucia con que se va llenando la bañera del hotel San Carlos. ¿Y de dónde salió todo este emplaste de imágenes? El corazón rebotándole y de pronto se sumerge en el chorro de la canilla de la bacha sucia porque tuvo un flash del tipo de la oficina que le dio la pastilla y que le aconsejó que no tomara alcohol ni porquería parecida.
Y agua, mucha agua y la puta que te parió, porque estoy llorando ahora acá en esta tierra perdida, y extraño a mis hijos y sólo me queda refugiarme o ahogarme en este ataúd de agua jabonosa donde no me espera una mina con las tetitas con pompones sino yo mismo y mi olor a cerdo y mi muerte y la angustia, a la vez que esta risa de pelotudo que me hace entrar agua picante en la boca, imbécil; que me hace reír todavía más mientras puedo escuchar cómo golpean a la puerta y es el dueño que rechiflado en su tristeza pregunta si me pasa algo porque el agua está cayendo por las escaleras y le digo que no viejo, que me dejé la ducha abierta que ya la cierro y la concha de su madre qué poderosa pastilla de mierda que me dio Bernardi y yo que ni sé para qué carajos era pero con lo que me queda de cerebro cierro la canilla y Rita Hayworth me grita que está cansada de fumar esperándome a que me bañe y me empiezo a cagar de risa hasta que me duelen los huevos y la hernia porque veo bajo el agua turbia que me metí en bolas a la bañera rebalsada con los mocasines puestos.
Y además el dios disfrazado de Bien que se esconde tras el espejo cuarteado no ha dejado de vigilarme para ver si le aviso al Diablo dónde están las entrañas del secreto para destilar bebida de la buena y no este menjunje de líquido agrio que al mezclarse con la medicina para drogadictos que me dio el amigo produce esta explosión. Voy, Rita voy. Me espera con pompones entre sus tetas, fumando cigarrillos egipcios y puedo levantarme ya, secarme, meterme en la cama. Helado como un cadáver, beberme el resto de café que se sostuvo en medio de esta guerra y pensar, pensar mientras pueda y no me devoren los gigantes de la angustia de saber que ésta, muchachos, ésta va a ser mi vida por un tiempo, el tiempo que tarde en curarme de estar solo, sin mi familia, viviendo en hoteles baratos buscando trabajo y disimulando que no estoy hecho trapo, que sólo estoy viviendo este trance como cualquiera. Porque uno, muchachos, no sabe el infierno que es estar separado hasta que le pasa, muchachos, piénsenlo antes de hacer una macana, piénsenlo.
Aldo nos da la mano uno a uno y se queda dormido. Lo miramos como a un tuberculoso. Es el primer divorciado que vemos. Y la palabra, repetida con persistencia, ya nos está sonando a enfermedad.
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