Sábado, 11 de junio de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
La guitarra del valenciano Raúl Rodríguez que inauguraba la noche en el auditorio de la Fundación Astengo creaba el espacio apropiado para la entrada de la artista que envolvió al auditorio con su presencia enigmática y serena. Un aplauso medido, respetuoso, justo, dio lugar al silencio previo que antecede a las grandes voces.
En un escenario casi desnudo, con el piano de Jesús Lavilla a un lado y la guitarra de Raúl Rodríguez al otro, Martirio se instalaba en el centro del escenario y del alma del auditorio, con la canción de Páez Yo vengo a ofrecer mi corazón, rediviva en el compás flamenco. El gesto se percibió como un acto de cordialidad, (no como una jugada acomodaticia) que legitimaba el vínculo amoroso entre la artista y su público.
La elegancia y el derroche, rasgos fundamentales del buen flamenco, generaron un clímax de pasión y exquisitez, regado por los comentarios cómplices de la artista, las anécdotas sobre peripecias de viajes y acotaciones acerca del repertorio elegido para la ocasión, que viene a rememorar veintisiete años trabajo.
El concepto de fusión alcanza su máximo sentido en el espectáculo puesto que, al enraizamiento flamenco como matriz musical para abordar la copla, el tango, el bolero, el jazz, el pop, se agrega otras fusiones no menos poderosas y significativas. Obra y vida se entrelazan, se confirman y se desmienten en las letras de ciertas canciones, en las introducciones de otras. También es sumamente notorio el equilibrio pleno entre el peso textual de las canciones elegidas y la complejidad de los arreglos musicales, que son el sello, la impronta de Martirio, una artista completa y original.
Su poder transformador, resulta admirable: salva de los circuitos estandarizados temas tales como Canción de las simples cosas, o En esta tarde gris, ya que al escucharla uno olvida todas las versiones anteriores y encuentra una interpretación honesta, recogida, esencial. Tal como ella lo pretende, su voz está pegada a la transmisión y la emotividad, por encima de las tesituras.
Tema tras tema, a lo largo de la noche, el vínculo con el público se estrechaba y se establecía un diálogo en el que predominaba el silencio cómplice y el aplauso generoso, oportuno, a quien renueva la copla, fruto notable de la evolución del arte musical español. Lágrimas y risas enfundadas con acordes, versos y giros de voz, al ritmo de la guitarra y el piano, fueron conformando una velada única. Es necesario destacar, también, el protagonismo de sus músicos, a quienes Martirio les concedió espacios propios en el espectáculo, y que el público celebró calurosamente.
Cabe agregar que, en esta delicada amalgama de conceptos, hay una sustancia teatral ineludible, magistralmente resuelta, ya que la copla contiene una poderosa carga poético dramática que requiere un don histriónico para que su esencia no sea trastocada.
A lo largo del concierto, en su tierra, al vivarla le gritarían "¡arena!". Aquí, algunos espectadores fervorosos sacaron desde el alma el "¡ole!", una interjección impropia para los modismos argentinos, pero que venía a replicar el gesto cordial que aportara la artista, al inicio del concierto, con la canción de Fito Páez.
El público a corazón abierto se dejó llevar por el hechizo de Martirio a través de esos "25 años en directo", un trabajo que hace un recorrido temporal por su obra y donde los distintos géneros musicales son mezclados en su marmita prodigiosa. El disco fue grabado en Barcelona y salió al mercado en marzo de 2009, por lo que ya lleva 27 años de pregón, esta artista fuera de lo común que saca de sus usos y costumbres los grandes tesoros musicales.
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