CONTRATAPA
› Por Hugo Vázquez
Carta a Marcela y a Felipe
Por alguna misteriosa razón hoy me levanté extrañando a mi abuela. No es que me ocurra a menudo, a decir verdad casi nunca pienso en ella. Teresa se llamaba y tenía los ojos chispeantes. Teresa, de mirada pícara. Teresa la sonriente (siempre reía), Teresa la perpleja (vivía con asombro) Teresa la cobijadora (bajo sus alas podía guarecerse la humanidad entera)
Dicen que a los hombres nos está negado el recuerdo del bienestar del vientre materno, pero yo apostaría doble contra sencillo que se parece -y mucho a despertar un domingo lluvioso en la casa de mi abuela.
Caminaba encorvada como una flor en medio de la sequía, pero a pesar de la postura sumisa que le imponía su columna desviada, fue la generala indiscutible de mi mundo más feliz. Nací en su caserón chorizo de paredes descascaradas e infinitas el mismo año en que la el imperio asesinaba a Guevara. Me críe en su cocina tibia que nunca dejó de oler a vainilla. Fui John Wayne en las galerías señoriales y Tarzán en su selva de jazmines y tierra húmeda. Al frente mi abuelo tenía un boliche de esos en que la vida se detenía y se retiraba tambaleando recién cuando apestaba a ginebra Bols. Más al frente, cruzando la calle, la estación de trenes con su universo irrepetible y melancólico de gente huidiza y casi imperceptible.
Con mi abuela, que nunca iba a la iglesia salvo que de postre hubiese fiesta, todo era una ceremonia dionisíaca. Su orgullo era el agasajo culinario. Si en su mesa lacerada por miles de cortes de tallarines caseros y ravioles irrepetibles, la gente disfrutaba, Doña Teresa era dichosa. La falta de apetito o deglutir como un trámite eran ofensas que jamás olvidaba y no había Cristo que reconciliara al anodino con su afecto.
Ella era todo o nada y por eso, por ejemplo, no toleraba la celebración a medias. Reyes era con pasto, agua y zapatillas en la ventana o no era. Los cumpleaños con velitas aunque el cumpleañero portara más años que Matusalén y la noche buena incluía, además de masticar y tragar como cavernícolas, regalos para todos. Los entregaba puntualmente a las doce, disfrazada de un grotesco Papá Noel encorvado que repetía jo, jo, jo mientras los nietos la corríamos por el patio para arrancarle los paquetes. Ya de adolescentes, cuando el descreimiento nos cruzaba sin regreso, no aceptaba que nos negáramos a la liturgia y tomaba como un desaire que no le festejáramos la parodia navideña. Recién nos dio respiro de grandes cuando los bisnietos nos libraron de la teatralidad y se sumaron con sorpresa genuina a su obra.
Claro que no era una santa, su biofilia empedernida no le permitía mojigaterías triviales. Hacía trampas con las cartas, incluso a sus nietos y jamás se privaba de mostrar su desprecio por un hincha de River. Quería a los gatos y no a los perros. Una gallina o un pollo eran solo comida y les retorcía el pescuezo con la misma naturalidad con que rallaba el queso para la pasta. Si la rusa de la verdulería le daba mal el vuelto no lo devolvía y no tenía la sana costumbre de pagar los impuestos. En el bar que supo tener con mi abuelo, los parroquianos, que amaban sus empanadas, su filet de merluza y su pizza casera, a la hora del vino lo preferían a mi abuelo que no se sentía satisfecho hasta que el vaso no se derramara, el charco corriera por el mostrador y quedara goteando sobre la pinotea gastada del piso. En cambio ella mezquinaba el tinto y rellenaba con soda más de lo que aconsejaban los códigos de la sana convivencia del boliche. Adhería al peronismo por razones sentimentales y sin medias tintas y le costó horrores entender que el menemismo era otra cosa. Lo defendió al patilludo hasta donde pudo y llegó a echar a un cliente que lo criticaba, ?vos callate radicheta cagón y andá a llorar con los curas?. Claro que hasta ella, que desconocía por completo la cantinela indigna de los desencantados, terminó aceptando que el riojano la había cagado. Por supuesto tuvo la delicadeza de no quejarse. Simplemente lo enterró entre los traidores y volvió al general y a Evita sin remordimientos.
Su ímpetu matriarcal la hacían temeraria y, aunque lo ignoraba por completo, tenía un espíritu rebelde que cada tanto la obligaba a desafiar los límites. Fue mi heroína cuando por el puro placer de llegar a las ciruelas más maduras se desbarrancó de la punta del árbol y aterrizó como una bolsa de papa en la tierra reseca. El doctor diagnosticó quebradura de cadera y varios meses de reposo, pero antes de lo que canta un gallo, se fabricó con dos escobas viejas unas muletas y volvió a su mesada, a la harina, la fritura y la olla a presión.
Otras de sus pasiones era la costura. Se sentaba en su vieja máquina de pedal y andaba sus noches, dale que te dale, inmersa vaya a saber si en alguna tristeza insondable y jamás demostrada. Varias generaciones de vecinos le trajeron sus trapos para que los arreglara o la tela para que creara una pilcha nueva. No recuerdo que les haya cobrado, pero sí les aceptó algunas monedas, fue simplemente para no perder la maña matutina de la quiniela.
Dudo que haya tenido conciencia de lo que generaba en el barrio, del amor que se le prodigaba, de lo imprescindible que era para la cotidianidad de su entorno. Dudo que haya entendido que sin ella la vida, sobre todo la de sus nietos, hubiese sido infinitamente más insípida e irrefutablemente hoy seríamos peores personas.
Nunca voy a olvidar el día en que descubrí que con ella cerca el universo era un territorio íntimo, tibio, conocido. Tendría unos cuatro años y con mis viejos y mis abuelos asistimos al corso de la calle Casey. Aquello era para mis sensaciones infantiles un desborde turbador y a la vez mágico. Las carrozas, la música estridente, las comparsistas gentiles y pegajosas, y sobre todo la muchedumbre entregada al júbilo pagano me tenían deslumbrado. Caminábamos lentamente hasta que por un instante me solté de la mano de mi madre y al otro estaba perdido en la inmensidad sin bordes de un mar de gente. La busqué desesperado con la mirada y lloré a los gritos en un silencio absoluto. Por un segundo la angustia fatal de ser un sin nadie se me trepó por el pecho y se enroscó como una boa a mi garganta. Sentí que me moría, o mejor dicho, hoy creo que eso fue lo que sentí, pero a los cuatros años la muerte es tan ajena que no podría jurarlo. Aterrado por el abandono, de pronto vi venir los ojos fieros de mi abuela, avanzaba como una leona a contra mano de la multitud, a medida que se acercaba su mirada se iba tornando suave y su boca apretada mutaba en sonrisa serena. Me tomó de la mano con firmeza y sin decir una palabra me rescató sin aspavientos. Cuando llegamos a donde estaba el resto de la familia, mi vieja lloraba desconsolada mientras mi viejo le recriminaba el descuido. Nos fuimos y nunca más hablamos del tema.
De mis cuatro hijos, los dos últimos no la conocieron. Llegaron tarde a su nido perfecto, a su cocina de utopías dulces, a sus manos suaves, a su eterno aroma a laurel y a tomillo. Desde muy joven los médicos le habían pronosticados que el lento pero continuo ensanchamiento de su corazón terminaría mal. Nunca me pareció demasiado extraño que se muriera de eso. Era sabido que un día el alma no le entraría en su pequeño pecho.
Hace poco, volvieron después de un siglo de prohibición de la alegría, los corsos a mi ciudad. Llevé a mis hijos pequeños que desesperaban por conocer que era aquello de la nieve loca. Me aseguré que nos acompañara mi suegra, su imprescindible Lela.
No quise arriesgarme. Cualquiera sabe que la infancia puede ser una trampa cruel sin abuela.
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