CONTRATAPA
› Por Beatriz Suárez
Esto comenzó al recibir un email de una tal Genoveva: "Veni a mi barrio a escribir".
Como en las últimas contratapas me había situado yo en diferentes lugares de la ciudad para, desde ahí, confeccionarlas (a modo de lana, verso, cerámica constructora) esta señora escribió solicitando lo hiciera desde su calle.
Me alegré tanto.
Me sentí carpintera, plomera o electricista, seleccionada para burbujear y decir.
Por supuesto fui, pero no es eso solamente lo que hoy interesa sino la intención a flor de calle que alguien osó tener en la cabeza al mandar semejante solicitud.
Pensé, ahora me van a ir llamando, semana a semana, desde distintas zonas, avenidas, veredas, pueblos, rutas, parajes, etc. pidiéndome: "Escribí sobre acá, este sitio".
Sentí disolverme del todo, un silbido de lejos llamando por mis vocablos, palabras andantes que pudieran nombrar la extrañeza de existir, el sentido oculto de alguna cosa.
Fantasee con que me invitaran a desayunar los jueves antes del sol, o se cebaran mates mientras yo, entre miradas y diligencias, fuera confeccionando la contratapa. Hoy el centro, mañana Echesortu, después Alberdi, Las Flores, Saladillo, zonas Sur u Oeste, almacenes, verdulerías, radios, plazas, livings llenos de platos y cenas, fondos con zapallos, batallones de hijos.
Escribir a pedido, desde los frutos hacia las cartas íntimas, entre papas hervidas o agendas. Imaginé morar un rato en cada domicilio para formar algunas de mis frases a la hora del humo.
Esto comenzó porque alguien me pensó corredora, cierva de la ciudad hermosa, que pudiera o supiera encontrar en un rincón la palabra como magnolia, o verbos entre bifes de lomo.
Me entusiasma y crispa la almendra rosarina, andar sus voces, recorrer el bosque de taxis, restaurantes donde madres, ejecutivos o abuelas conversan entre sifones. Me encantan las iglesias de hollín, los ladridos de colectiveros, las farmacias picantes, el madrugón, el nítido nombre de un boulevard o la última tierra del casino.
Iría todos los viernes a pararme en una esquina e intentar agotarla (tal me enseñó Perec) escribirle al obrero despavorido que ha caído sin arnés, al ratón de la barranca; me movería a escudriñar limones en los patios de Pichincha, talismanes del mercado retro, el hora a hora de camioneros en el puerto.
Me sentaría a fumar flores mirando autopistas salientes, bebés de carne nacarada, hombres echando naipes, azares de mercaditos improvisados en chatas sin impuestos, alumnos, umbrales, señoritas de cabellera fabulosa que recorrieran la ciudad en procesión, con grandes uñas de plata.
Me gusta la libertad política de hacer mía una ochava.
Siento que por donde paso, la tierra que levanto no se olvida de mi.
Hay para escribir collares de semáforos, regueros de parrillas con esqueletos de cenar, animales que devoran amigos y familias.
Ir a lo de Genoveva (llamada por ella), cubrirle el hombro con mis tontas frasecitas, que encendiera un candelabro del recuerdo, me provocó a abrazar la idea de poder decirlo todo, de empezar hoy (y terminar cuando muera) una enorme enciclopedia de pelos y señales, que no tuviera otra virtud que vivir para contarla.
Huevos de pollo, trozos de adjetivos, sustantivos robados a los kioscos, caballos al pasar, con hambre y todo.
Pensé en salir día a día vestida de hada, buscando verdad entre San Lorenzos y Alveares, mirando casamientos, tardecitas, hacerme de algo hondamente heterogéneo y a la vez constante como un arvejal, pero que diera letra sana a cada uno en su desolación. Principalmente a mi.
Resucitar a un Eugenio, preguntarle a un Rubén la historia de una esquina, acampar también frente a la ex jefatura para sentir y hacer poema, tener alas, sobrevolar El Cairo, observar el subir de la bolsa de comercio y el corazón de los economistas quebrarse en veinte por un único punto.
Ella me llamó para que le hiciera un graffiti a medida, estampara su casa, la de los jacintos.
Porque el relato a veces hace de lámpara, alumbra la loca furia, se mete en un rumor de pinos, hace gritar a los perros, modifica todo cuanto hay.
Escribir a domicilio, llamarme, me convirtió en una mujer color cerochocientos, algo que no existe pero que abre mi pecho.
En el rocío voraz de la mañana de pronto tuve las yemas de los dedos inflamadas por la dulzura de entregar mi mejor mercadería.
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