Sáb 02.07.2011
rosario

CONTRATAPA

AVIONES

› Por Miriam Cairo

Durante mucho tiempo fui piloto automático. De barco y de avión. De noche y de día. Era una herramienta eficaz para aliviar las tareas del otro que podía perderme de vista y soltar las manos despreocupadamente porque de todos modos yo iba a pilotear la nave. Una gran pasión superpoblada me arrasaba como un viento carnal y sonoro en épocas carnales y sonoras, o bien, un soplo cargado de diminutas raíces cuando el espacio era vacío y crujiente.

Todas las monstruosidades respetan los gestos atroces del afán. Mi técnica de manejo no era muy variada: la mirada aterrada hacia adelante, la sospecha de cualquier emboscada de reata, la resonancia interna acallada y pocas cosas más. En estas pericias residía la solvencia del conjunto. Muchas veces mi intención resultó desproporcionada, pues los esfuerzos están estrechamente vinculados a la naturaleza de los pilotos automáticos. Todas las monstruosidades respetan los gestos atroces del afán.

Para entender bien la naturaleza automática, es necesario saber que un vuelo está dividido en fases de rodaje, despegue, ascenso, crucero, descenso, aproximación y aterrizaje. Todas estas etapas, excepto el rodaje y el despegue, pueden ser automatizados. En condiciones de invisibilidad yo podía aterrizar en pista y controlar las desviaciones horizontales desde la traza de mi nave. Los pilotos automáticos tenemos la capacidad de volar aproximaciones enteras controlando la razón de descenso. El descenso es una acción que tenemos masticada. En cambio el despegue nos está vedado. Puede decirse, incluso, que nos lo vedamos concienzudamente, en aras de una pasión superpoblada, creyendo que una nave despega una vez y para siempre.

Ayer me encontré con una vieja amiga. En plena calle me abrazó llorando y repitiendo "me pasó lo mismo que a vos, me pasó lo mismo que a vos". Junto a ella estaba su hermana, con el rostro conmovido pero más serena, y eso me hacía pensar que no le había pasado lo mismo que a mí, que no se le había muerto un hermano, pero tamaña desesperación no me daba posibilidad de pensar en otra cosa. Sin embargo, cuando logré calmarla, me explicó: "Yo también, yo también soy un piloto automático". Aunque su dolor me pareció exagerado, debo asumir que no lo era tanto, teniendo en cuenta que el piloto automático es un sistema que acumula errores con el tiempo. Y mi amiga cumplió su función más de lo recomendable. Todas las monstruosidades respetan los gestos atroces del afán.

Mi amiga, comenzó a enumerarme los procedimientos de manual llevados a cabo para lograr la reducción de error: a) compra del auto cero kilómetro; b) viaje a Europa; c) remodelación del living. Todo en este orden secuencial, como un sistema de carrusel que gira alrededor del eje para que los errores se disipen en diferentes direcciones y tengan un efecto global nulo. Pero sólo los que hemos sido pilotos automáticos sabemos que estos procedimientos sirven para aniquilarse con un martillo cósmico.

Mi amiga, a medida que hablaba, iba depurando su dolor porque cuando un piloto automático habla en primera persona de sí mismo, va perdiendo su automaticidad y se va reencontrando con el costado más humano, el costado que siente deseos de volver a despegar y no sólo una vez más, sino volver a despegar siempre.

El error en los giróscopos se conoce como deriva que se debe a las propiedades anímicas del sistema (ya sea mecánico o culposo). En el caso de los aviones los problemas se resuelven con la ayuda del procesamiento digital de señales. Pero en el caso de mi amiga, que venía con un rendimiento exigido, este procesamiento, sumado a otros lugares comunes, condujeron al derrape de todos los esfuerzos. Además, mi amiga llevaba más tiempo que yo como piloto automático, y se sabe que cuando más largo sea el vuelo, mayor será el error acumulado en el sistema.

Pero, como dije antes, a medida que mi amiga se apoderaba de su primera persona se arrancaba de la masa erizada del viento. Todo el espacio a su alrededor se estremecía como un sexo saqueado por el vacío ardiente del cielo. Su fuselaje, necesariamente aerodinámico, se mantenía perfecto, ofreciendo la menor resistencia al aire. Y sus labios, como un pico de paloma real, dejaban traslucir que toda su humanidad estaba en condiciones de socavar la masa turbada de los estados artificiales.

Mientras ella se afanaba por enumerar las condiciones de fuselaje, yo observaba que las alas (que constituyen la parte estructural donde se crea fundamentalmente la sustentación del vuelo) gozaban de una flexibilidad abovedada y que toda la potencia de su nave estaba en plenitud.

En el centro del mediodía, mientras un montón de coleópteros revoloteaba con el abdomen blancuzco y el cuello de pollos desplumados, mi amiga desnudaba un lenguaje húmedo de protestas. Pero no dejaba de llorar, porque un piloto automático cree que es tristísimo decirle adiós a la infelicidad mecanizada de los descensos invariables.

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