CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
La Presentidora se pone los anteojos oscuros y sale (una vez más) del oráculo. Los admiradores no la reconocen, no la persiguen, y en el anonimato puede trabajar sin encargos ni recomendaciones. La densidad del aire es omnisciente. Todos los que respiran dejan un halo de remolinos, de alcohol, de azúcar, de bilis, de fármacos. La Presentidora tiene un don para perseguir esa huella, para adivinar en los jadeos el origen de la asfixia. Por brutales que parezcan, sus vaticinios siempre están precedidos por un gran estremecimiento que se apaga de golpe y se acurruca a los pies, como un cachorro herido. Presentir no depende de su voluntad pero al hacerlo cree en ello compulsivamente. Su estilo adivinatorio requiere formas de amor inaceptable. Demanda una atmósfera erótica y fantasmal. Instaura un vínculo entre el pubis y el alma. Presiente como un previvir. Aunque el presentimiento no pueda ordenarle los huesos. Presiente como un premorir aunque la vida vaya y venga como una niña que tarde o temprano comerá un sódico azucarado para matar hormigas. Y aunque no haya conexión evidente entre la Presentidora y lo presentido son un mismo punto de un mismo caos.
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El Imaginador Vicioso, loco de pájaros, traba la puerta de la noche con los brazos y envuelve el corazón en papel de diario. El Imaginador peinado suavemente por el soplo de los astros, sueña una mujer cuyo secreto heroísmo excede todo lo que haya imaginado. Más aún: desde que ella le acentúa las vocales y le restituye las eses que se aspira, él se siente gracioso, moreno, deseable. Le parece que es capaz de evocar a voluntad el sabor sexual de toda madrugada y convertirse él mismo en la sinuosidad de la noche. Más allá de la orina y de los cisnes, de las cuñadas y los sauces, cree que ya no anda como viejo perro aletargado porque, al cerrar los ojos, tiene a la mujer que sueña. Trabaja el día entero hasta la noche quieta, y trata de dormir con toda su vejez de animal castrado. Cuando no imagina, el Imaginador Vicioso asiste a la mímica del afecto, a la pantomima de la costumbre, a los mohines del cariño, y la noche se le cierra como un ojo de cíclope atravesado por la palabra hombre. El Imaginador Vicioso vicia en el borde filoso del sueño y desnuda el sexo solo como quien no quiere la cosa, seguro de que la mujer soñada desatará, con una sola mano, el aullido de quien la sueña, a espaldas de lo no soñado.
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La Contempladora no se centra en sí misma. Su existir surge de la experiencia exterior, con la que conserva un vínculo estrecho. Los fluidos del entendimiento y del amor se derraman sobre lo mirado. La vida, tal como pasa por delante de sus ojos, es una fuerza creativa. La Contempladora contempla lo contemplado que no puede ser separado de su mirar sin que pierda el sentido. Con los ojos un poco grises, un poco ciegos, un poco verdes, entra en lo mirado con furores y cornisas. Ella ve en primer plano lo que el mundo apenas se atreve a mirar con el rabillo del ojo. Ve a la prostituta en el trono. Ve la mala suerte especial que ataca a los hombres al final de sus viajes. Ve el ratón que roe la basura de una familia. Ve el cadáver alegre de las señoras. Desde la primera mirada hasta el timonel su contemplación rescata el misterio que experimenta un hombre al salir de su casa una mañana como ésta. Desde la primera mirada hasta el perfume de lilas, su contemplación observa el abúlico latrocinio de sueños de las mujeres, de los hombres y de los pájaros. Su fatalidad consiste en descubrir que la vida es un apaño sexual sumamente importante pero no demasiado vívido.
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El Fulgurante Definido ha llegado a concluir que el placer es una ilusión, el amor una puta portuaria, el dulce tañer de campanas una terrible pesadilla, la ética un castillo de naipes, el supermercado una sucursal del infierno. Todo su fulgor definitorio lo lleva a guiarse por un hilo invisible. Esta mañana, al abrocharse la bragueta comprende que su dicha viril quiere ser algo vívido. Comprende que el resultado que da la suma del aguinaldo, más la abundancia de señales que soslaya, más la tristeza que no debe admitirse, más la edad evolutiva de su matrimonio, más la ansiedad sofocada con el vino, alcanza para considerar que su vida no ha sido amasada por una pareja en celo en un hotel de las orillas, sino por un par de neuróticos aburridos de tener que fornicarse, esporádicamente, sin pena ni gloria, hasta la eternidad. Y ésa es la fulgurante emoción de sus definiciones, que en general ocurren cada mañana, al momento de abrocharse la bragueta.
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