Domingo, 17 de julio de 2011 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
No conozco amor eterno que me haya sobrevivido. Para siempre se pierde siempre en algún lugar acá nomás. Y si cierro el paraguas porque me llovía del lado de adentro, o si encuentro las llaves que no creía perdidas, qué más da, tampoco esto es cierto. Lo sueños que extraviamos soñando la vida son las muertes que morimos con cada olvido de vigilia.
Necesitaría cien llaveros para perder una sola de las mías. Y sin embargo las pierdo. Las llaves. Las pierdo. Entonces dejo las puertas abiertas y así me va. Así se van. Y entran. Y se van.
Vos te metiste casi de prepo. No, mentira, yo te dejé entrar. De prepo te dejé entrar. ¿Cuántas horas nos quisimos? ¿Cinco, seis? Fueron horas eternas. Y ahí las ves, allá lejos, como vos. Perdidas en algún lugar que hace rato dejó de ser acá nomás.
De alguna manera te lo debía; voy a escribir una historia en cuyo cuerpo jamás aparecerás; tampoco tu recuerdo; nada tuyo habrá; salvo estas palabras que escribí pensando en vos, y tu nombre en el título. Nada más. Me bastaron diez días de una vida para quererte, que me basten diez líneas marginales de un cuento para guardarte.
No tengo claro todavía sobre qué va a tratar el relato, tal vez hable de algún fantasma. Me persigue también la sombra de un titiritero suicida, pero por estos días se me hace muy penoso tocar determinados temas; la base ya está escrita, aunque le falta mucho para llegar a lo que quiero. No sé cuándo podré corregirlo. Tal vez nunca. Lo que tengo es esto:
"Mueve los hilos con cuidado; primero una de las manos, luego uno de los pies; la otra mano, el otro pie, y la cabeza que cae sobre el pecho, relajada, como si el pequeño torso de madera se hubiese quedado sin fuerzas para sostenerla. Tira apenas de una punta de la cruz y los ojos de la marioneta se muestran y dejan ver una lágrima. A decir verdad, nadie la ve; la distancia y la escasa luz lo impiden. Pero ahí está, es una lágrima de verdad que rueda sobre la talla encerada y se estrella en el tablado. La música decae y abre el hueco necesario para las palabras que habrá de decir el titiritero.
"Silencio.
"Transcurre un minuto sin palabras y los que ven la obra por primera vez suponen que se trata de un efecto dramático. En cambio hay quienes conocen los diálogos y ésta es la parte en la que el trágico muñeco exclama el nombre de la amada y corre hacia uno de los lados en su búsqueda. ¡Ligeia! Ese es el grito que, los que saben, esperan. Pero pasan dos minutos y la marioneta permanece muda e inmóvil hasta que de la voz del titiritero nace una grieta asordinada, como un paso sobre un jardín de otoño, que parte en dos el silencio.
"Las luces se encienden.
"Los chicos y los padres abandonan la sala algo perplejos. Uno amaga con aplaudir, porque, a pesar del final trunco, el espectáculo fue maravilloso. Pero una voz grave y llorosa se lo impide, se lo implora: ¡No, por favor! El espectador detiene los golpes y se retira confundido.
"Cuando ya no queda nadie del público, el titiritero mueve una mano, luego un pie, luego la otra mano, luego el otro pie y deja caer la cabeza sobre el pecho, como si el cuello hubiera perdido todas las fuerzas para sostenerla. Las lágrimas ruedan hacia la boca y se confunden en el sabor con los mocos y la baba. Cae de rodillas. Abre la boca para gritar. Si alguien lo conociera, si alguien realmente lo conociera, sabría que necesita decir con toda el alma un nombre. Pero nadie lo conoce. Y tampoco podrá gritar. El esfuerzo y el gesto es el de quien lanza un alarido desgarrador y primal. Sin embargo no emite sonido. Cierra los puños hasta clavarse las uñas en las palmas; en la cara y en los ojos se aglutina la sangre; si su energía tuviera colores podrían verse todos los del arcoíris disparados con furia hacia cada extremo de la rosa de los vientos. Cierra los ojos y exhala, la grieta asordinada, ahora más grave, más ronca, le parte el pecho y le raspa la garganta hasta dejarlo sin aire. Luego aspira con desesperación y llorando, ahora sí llorando, con toda la voz y el llanto de los chicos, se deja caer al piso. Y llorará. Llorará durante una hora o más. Llorará hasta deshidratarse. Llorará hasta que el propietario de la sala, más harto que compadecido, lo invite con una copa de licor para que salga de ahí de una buena puta vez. Y luego del alcohol seguirá llorando. Llorará mientras guarda la marioneta y el pequeño tablado en la valija. Llorará hasta que no le quede más remedio que salir a la calle y desandar el camino hasta el hotel.
"De todas las luces de todos los focos del mundo, sólo aquella tibia del bajo lo había alumbrado alguna vez. Hace ya muchos años. Ahora era como las otras. Como todas y cada una. Las conocía. Conocía las de París, las de Roma, las de Budapest y las de San Marcos Sierra. Conocía las luces de Las Vegas y las de Cusco. Las de Florencia y las de Alberdi. Conocía los faros del Barrio Latino, los del Harlem y los de Echesortu. Conocía todos los faros del mundo y sólo uno lo había alumbrado alguna vez en la vida. Hace muchos años, cuando todavía habitaba la patria, la verdadera patria. Ahora era igual que las otras: un color ambiguo, una imitación de los ojos del diablo, un imán para los insectos. Todas iguales. Y él un apátrida.
"La dejó atrás sin mirarla siquiera, como otras veces con el consuelo de la nostalgia. Subió la breve cuesta empedrada y antes de alcanzar lo alto de la calle, atravesó el portal más pequeño y oscuro de la cuadra. El hotel. Saludó con un gesto vago al encargado, que miraba una revista de desnudos, y subió las escaleras lentamente. Nunca le había resultado tan penosa la escalada como ahora que los pies se negaban a elevarse. No tenía fuerzas para hacerlo. Un pie. Luego el otro, en el mismo escalón. Luego el otro hacia arriba. Luego el siguiente alcanzándolo en el mismo sitio. Y así 23 veces hasta llegar al primer piso. Abrió la puerta de la habitación, dejó la valija y luego se sentó en la cama, de frente al espejo que cubría la puerta de un ropero negro que olía a humedad. Se miró a los ojos. Ligeia, dijo. Fue apenas un hilo de voz. Después de un minuto repitió el nombre: Ligeia.
"Hace años, cuando lo leyó en el libro de cuentos, le pareció hermoso y se prometió que así se llamaría su amor: Ligeia. No su amada; su amor, el amor. Ligeia.
"Saltó de la cama hacia la valija, desembaló el tablado y acomodó la marioneta en la posición final de la obra. Movió lentamente una mano, la otra, un pie, el otro y dejó que la cabeza le cayera sobre el pecho. Ligeia, dijo, y antes de que el muñeco pudiera correr hacia uno de los lados tras de su amada, lo aplastó de un pisotón, lo pateó y lo arrojó contra las paredes hasta que no fue más que un manojo de astillas. Sin mirar los despojos, se recostó sobre la cama; sacó, indeciso, el frasco que llevaba en un bolsillo. En el techo había una mancha de humedad que se parecía a la cara de un mandril. La miró por mucho tiempo, horas, todo un siglo".
Insisto, le falta demasiado. Cuando logre terminarlo, creeme, será para mí una victoria.
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