CONTRATAPA
› Por Natalia Massei
En fila india, como en un hormiguero, por los senderos estrechos entre las mesas avanzamos. Emma delante, Marcos detrás, sosteniendo una bandeja repleta de porquerías. En sentido contrario, una banda de adolescentes salidos de un video de Wisin & Yandel. La música proveniente de sus teléfonos completa la performance:
¡Latinos!
Nuevamente el dúo dinámico haciendo historia apunta otro palo, One million, en el libro de Guinness.
Jajaja...
El Capitán Yandel en Sociedad con W... (W!), los vaqueros, la sociedad del dinero...
¡Oye! ¡Una organización creada sin fines de lucros controlando los masas y las avenidas!
Los chicos doblan justo una mesa antes de impactar con nosotros. Por la derecha se acerca un grupo de floggers como bandada de mariposas. Un shock de estímulos visuales. Por fin encontramos una mesa vacía.
Literalmente. Recolectamos tres sillas en los alrededores. Muy cerca, una señora de labios voluptuosos -ensanchados con colágeno (¿o Botox?)- saca leche en polvo de un tupper y prepara una mamadera para el bebé que espera en su coche Chicco. La chica de al lado exhibe botas Ricky Sarkani y maquillaje profesional que combina con el tono de su campera de cuero beige. Detrás, una familia numerosa ha unido tres mesas y gasta parte del aguinaldo a cuenta. Comen con entusiasmo y casi no conversan. No muy lejos, una joven, aguarda cruzada de brazos a que su esposo (supongamos que es su esposo), mayor y excedido en alhajas masculinas, termine su hamburguesa. La cara larga de la mujer es prominente. ¿La habrían engañado las joyas? ¿Habría soñado con otro futuro al lado de ese hombre ostentoso? ¿Todo para terminar aquí? Una niña de doce años camina detrás de su madre, llevándose todo por delante, mientras habla por celular. De pie, en medio del gentío, diviso a mis vecinos, matrimonio tipo de mediana edad, esperando que se libere alguna mesa. Durante este breve lapso saludo, en total, a dos colegas.
En el centro de mi escena estamos nosotros: Marcos, Emma y yo. Sin embargo, los veo borrosos. No logro focalizar. Ellos ya abrieron sus envoltorios de comida rápida. Yo sigo sin decidirme: Arabian's Kingdom, Ronny Lomito, Pizza Hut, Burger Kong, Ave Cesar.
Nuestro punto de llegada había sido Mac Donald, por el pelotero que resultó estar cerrado. Según una de las empleadas del local: tiraron la bola. La explicación bien vale un paréntesis: la bola es una parte del juego, una esfera de plástico, elevada a un metro y medio de altura, donde algunos niños entran mientras otros corretean por debajo. Tiraron es la tercera persona del plural, conjugada en pretérito indicativo del verbo tirar. El sujeto tácito se refiere a los niños. Si la empleada hubiese elegido la tercera persona del singular del verbo caer en su forma pronominal (se cayó la bola) el responsable tácito hubiera sido la empresa. Fin de la digresión.
Continúa el relato: amagamos con irnos pero Emma ya estaba pegada al exhibidor que promociona la cajita feliz. No nos quedó más remedio que hacer la cola y esperar nuestro turno, aún sabiendo que el juguete que ella eligiese no estaría disponible como en cada una de las ocasiones que habíamos venido a este lugar. Nos atendió una joven de dieciocho años que meses atrás había sido escolta de la bandera en el colegio. Lo sé porque fue alumna mía y sacó más de un diez. Emma terminó optando por un koala en una canastita, en lugar de un armadillo en un carrito. Marcos por un Big Mac.
En mi caso, la decisión fue más difícil pero finalmente me quedé con Ronny Lomito, uno de los locales más poblados del patio de comidas. Mientras esperaba, noté que el rostro del cajero me resultaba familiar. En realidad, no su rostro sino sus ojos. Me recordaban a los de un joven haitiano que había sido alumno mío poco más de un año atrás. Sus facciones, sin embargo, no coincidían en nada con la imagen que yo guardaba de aquel muchacho. Su cabello rapado debajo de la gorra de la empresa, en lugar de las rastas que yo le había conocido, también me llevaba a pensar que no se trataba de la misma persona. No obstante, sus ojos eran los de aquel.
Frente a la caja, antes de ordenar directamente un especial me animé a un hola. Reconozco que no siempre lo hago en estos casos, la última vez que había abundado en palabras en un fastfood había resultado más o menos así:
-Hola, ¿me podrías dar dos conitos por favor?
-Dártelos no puedo. Te los tengo que vender.
Entendí que el concepto de rapidez implicaba también simplificación de los intercambios. En este contexto, la explicación desorienta y la amabilidad sobra. Al menos esa era la teoría que había podido elaborar por entonces.
-Comment allez-vous madame?
La respuesta a mi saludo neutro y en español, me desconcertó. Aunque mi memoria no había fallado. Recién en ese momento logré recordar su nombre.
-Albert?
-Oui
Respondió relajado como si no hubiese habido una fila de veinte personas detrás de mí aguardando su atención. Le pregunté por los estudios, me contó que pensaba rendir más adelante.
-Boisson?
No le entendí. Seguí hablando de la facultad.
-¿Bebida?
Ahora era yo quien se encontraba perdida en la superposición de lenguas y registros.
-Coca Zero.
-$30, 25.
-Está justo.
-Merci, au revoir!
Vuelvo a la mesa, mastico apurada el lomo especial, aunque ya perdí el apetito. Marcos y Emma terminaron hace un rato. Me levanto, una vez más, para recorrer el salón de punta a punta. Quiero contar las mesas. Calculo unas trescientas, quizás sean más. Alrededor de mil personas. ¿Por qué estamos aquí? ¿Cuántos serán habitúes y cuántos se sentirán outsiders como yo? ¿Importa? Recojo un individual de papel que encuentro en el piso (es de cafetería, no está engrasado). Me siento un poco mareada. Comienzo a tomar notas desordenadas sobre el mantel descartable. Marcos me mira sin impacientarse. Entiende que no hay conversación ni lazo posibles. O quizás está tan disperso como yo. Emma juega con su koala.
-¿La llevo a los juegos?
-Dale.
Enseguida aparecen nuevos cazadores recolectores y se llevan las dos sillas desocupadas. Mientras los veo alejarse me prometo no volver a este lugar. Escribo como loca. En medio de la marea de luces, sonidos, gente, voces, música, ringtones, olores, emerge un recuerdo como una caja negra.
Desarrollo una clase de historia francesa. Explico en qué había consistido el llamado comercio triangular: barcos zarpando desde Europa hacia Africa, trasportando mercaderías que serían intercambiadas por esclavos trasladados luego a América para ser vendidos a los colonos. Con el producto de dicha venta se compraban artículos tropicales que posteriormente eran comercializados en Europa. Antes de completar la exposición Albert me corrige con tino: des hommes devenus esclaves. Hombres esclavizados, no esclavos. Es evidente, pero jamás había reparado en ello. Agradezco, incómoda pero sinceramente, la observación. Voy a la biblioteca, mientras transcribo. Releo mis fuentes. Googleo comercio triangular. El término que nombra a aquellos hombres, en todos los casos, es el mismo: esclavos, donde debería decir hombres esclavizados. Otra vez el lenguaje: una elección oculta un sentido y crea otro inaugurando una larga cadena de implicancias. El recuerdo de esa escena, en ese marco, completaba el escenario agobiante abriendo una salida.
Se me termina el individual de La Cafetería. Observo, desde lejos, por última vez a Albert que ingresa cifras en la caja registradora levantando la mirada de vez en cuando, ampliando la perspectiva. Del otro lado, el mundo de luces intermitentes y melodías superpuestas creado para divertimento de los niños, hacia donde me dirijo para contemplar la cara de alegría de mi hija cada vez que el vaivén de la calesita la ubica por un momento frente a mí.
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