CONTRATAPA
› Por Ariel Zappa
Lo que dijo, lo dijo seria. Sin escapársele una sola mueca. "Si te encuentra te mata, Miguel. ¿Qué duda te cabe? ¿Podés ser tan imbécil?". Lo machacó toda la tarde. A mí el odio me ganaba el pecho, me trepaba la garganta y me astillaba el orgullo.
Al fin y al cabo fue su decisión. Sabrá ella qué buscaba en ese hombre ladino. Lo cierto era que el viejo se estaba avivando. Desde distintos lugares me había llegado el mismo recado: cuidate porque sospecha. Y a mí, más ganas me daban de Carina. De siesta, de noche, de escapada por el camino viejo, de parado sobre un árbol. La conocía como al cielo de la madrugada. Cada vez que salía hacía la cuadra para encender el horno, aún en el verano, sabía diferenciar ese calor de la incandescencia de su piel.
A partir de las sospechas del viejo nuestros encuentros se volvieron más furtivos. Y más de una vez me volví con un ardor a flor de deseo porque tuve que escapar. Y no era sólo el viejo. La caterva de sobones que lo rodeaba no era poca. Tenía ojos y oídos en cada rincón del campo aunque fuese vasto e inconmensurable. Un viejo latifundio que se arrastraba de herencia en herencia, de cagador en cagador. Y cada hijo nuevo que aparecía, más cagador que el anterior se volvía. Por eso mis escapadas eran mucho más que eso: una conquista tras otra conquista. Cada pedacito de piel de Carina era fiebre y victoria. Pero la novedad que ella me confió esa tarde fue un premio impensado. Dentro de ella se cocinaba una esperanza a fuego lento que se llamaría Facundo. Siempre soñé tener un chango con ese nombre, y portando el apellido del guampudo, más placer me daba.
Nunca creí lo que me contaban del viejo. De su alegría, de sus lágrimas, de su inesperada esperanza de tener un heredero a los setenta y dos años. Ni mucho menos me tragué el costillar que nos hizo a la salud de la criatura y toda esa perorata que ensayó ese domingo al mediodía. Había amanecido chispeado. Los muchachos me contaron que de temprano ya se le había calentado el pico y se abrazaba con medio mundo. Y a cada tanto lloriqueaba, viejo maricón, oligarca de mierda.
Yo casi ni había probado el vino por temor a que me fuese de lengua y la terminara pudriendo. Lo que no podía dejar de hacer era mirarla a ella sobre la mesa principal, al lado del viejo, abrazándolo como se abraza a una sombra, a un perro de la calle o a un cadáver. Con un gesto de resequedad que opaca el rostro y apaga todo destello de vida. A diferencia de cuando estaba conmigo, puro gemidos y sudor a dos cuerpos.
El cielo se empezó a nublar y el viejo boqueó para saber quién le hacía frente al truco. Yo me estaba yendo cuando la vi retirarse dándole un beso en la mejilla que me revolvió las tripas. Entonces decidí quedarme sabiendo que hacía mal. Pero el hecho de semblantearlo de cerca al viejo me llenaba la boca de un gusto a cinismo que me emborrachaba más que el vino. Y de una copa pasé a la otra así como de ronda en el torneo. Cuando quise darme cuenta estaba en las postrimerías de ganarle a mi adversario. Y lo suyo hizo el viejo.
Me di cuenta tarde cómo todos los caranchos que le oficiaban de alcahuetes nos rodearon y se sentaron alrededor con la silla al revés, el respaldo sobre el pecho. Fumando y tomando. Festejando a carcajadas de antemano, imaginando que ya tenían el chivo en el lazo.
La final se dirimía a treinta puntos. Tuve que hacer cabriolas con las manos para que no me chispearan las cartas desde atrás y se la batieran al viejo. Me tomaba todo el tiempo del mundo para orejearlas. De igual modo, nunca pude tener la certeza de que no me entregaran. Llegamos quince a doce a mi favor y grité con todo el asco que pude.
-¡Parece que esta noche uno que yo sé duerme afuera!
Y la boca del viejo se deshizo como una galleta en el agua. Sin dejar de fumar y sin caérsele un palito de los labios me apuró cantándome mentira y rabón de un solo tiro. Tarde me di cuenta que me habían botoneado. Fue el hijo de puta del pelado Fuertes que nunca se bancó que antes, cuando entre el viejo y yo aún no había disputa, me eligiera para trabajar con los potrillos que llegaban a la estancia antes de mandarme a la panadería.
Tragué saliva y empecé a transpirar feo. Si no me concentraba era candidato firme a tiro al pichón. Como acomodándome la rastra me tanteé si tenía el bufoso en regla y livianamente intenté quitarle el seguro. El viejo chucaro no levantaba la vista de los naipes. Le tocaba dar a él. Quise disiparme contando un cuento cuando, al pasar, me di cuenta que me había carteado. La sola mención hizo que todos sus vigilantes se pararan para amasijarme. El viejo los paró en seco y ofreció dar de nuevo. Le dije que no. Que de ninguna manera.
-Como usted quiera -fue toda su respuesta.
El mundo empezó a dar vueltas y una ráfaga de odio me nubló el entendimiento. Me tocaba dar a mí. Lo hice sin quitarle los ojos de encima. Al orejearlas no lograba contener la respiración por la cantidad de tantos que había ligado: treinta y tres de espada. Desde las tripas le eché la falta sin esperar. Y de yapa, cuando el viejo sobrador me contestó gritando "¿comadrejo?", la completé con "falta envido o muerte".
Los ojos se le pusieron como puñalada en una lata de arveja. Se tomó todo el tiempo del mundo para cantar "quiero" y yo apuré mis treinta y tres con el mismo regocijo que siento cuando la penetro a Carina o ella se arrodilla ante mí hasta hacerme desfallecer de temblor. Tras un segundo, en la sonrisa aviesa del viejo reconocí mi error por atropellado. Sus cartas no terminaban de caer nunca. Flotaron hasta tocar el mantel y alcanzar la misma cifra que la mía. Caí en la cuenta que el viejo era mano y yo su presa. No debo haber jalado bien el seguro porque mi disparo nunca salió, y yo, sí escuché un estruendo a corta distancia. Luego vinieron otros por detrás y de costado.
El viejo se levantó despacio de la silla y ordenó que me tiraran sobre la ventana del dormitorio que compartía con Carina. Y antes que nadie dijera nada, gritó que si ella lloraba o preguntaba, le respondieran que había muerto por no saber mentir. Que si no estaba seguro de saber mentir, no tenía que jugar al truco. Que me dedicara a otra cosa.
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