CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
No recuerdo su nombre. Tampoco su cara. Sé, en cambio, que era atractiva, no muy alta y sabía conversar. Tenía el pelo lacio, castaño claro. Y poco más. Los hoyuelos que se le hacían al sonreír, quizá; aunque tal vez no fuera ella sino otra y ahora, después de veinte años, la memoria se empeñe en fusionarlas.
Debería haber una forma lógica de contarlo: tal vez la haya y no se me ocurra. Pero cómo atenerse a una estructura, cómo seguir una línea coherente cuando tanto depende de esta memoria hostil e inconsecuente. Cómo, cuando no se sabe bien lo que se pretende contar ni se guardan más que jirones de imágenes entremezcladas.
Tengo pocas precisiones: diciembre en Rosario, el alivio de una brisa leve después de una tarde sofocante, tres o cuatro amigos que aún conservo. Lo demás es confuso: un puñado de fotogramas revueltos de lo que alguna vez fue una escena de mi vida. Un momento en el departamento de Hernán, un salto atrás a una quinta en Funes, los pasos lentos hasta el kiosco en la madrugada, las luces de la calle vistas desde el balcón. Acaso si se pudiera contar así, saltando como conejo entre la noche temprana y la madrugada. Pero tengo que intentar un orden, encadenar esos fragmentos sueltos en una cinta continua que empiece en la avenida Pellegrini y termine acaso en esos escalones del edificio, o en el balcón, o en el colectivo que ayer me trajo a casa.
Era el cumpleaños de Hernán. Podría empezar diciendo eso. Nos juntamos en un bar de la avenida Pellegrini. A mí me tocó caer entre dos chicas: Alicia y una petisa a la que no conocía. Cuando me dijeron el nombre me di cuenta: era la mina con la que Hernán andaba caliente. Linda, menuda, de ojos vivaces y unas tetitas duras que parecían caber justo en el hueco de una mano. Fumaba sosteniendo el cigarrillo cerca de la sien: el codo apoyado en la mesa, el cigarrillo atrapado entre el índice y el mayor, un movimiento leve de muñeca para acercarlo a los labios y pitar. Tal vez esa manera de fumar no fuera un gesto incorporado sino la posición más adecuada para acomodarse en la mesa, pero recuerdo esa pose y el reflejo de la brasa del cigarrillo en sus ojos.
Hablamos un rato entre todos, saltando de un tema a otro. La conversación, como siempre sucede en las mesas largas, empezó a fragmentarse. Algunos cambiaban de lugar, atraídos por una conversación lejana, pero en general cada uno se enfrascaba en un intercambio de ideas o anécdotas con los dos o tres que estaban más cerca. Yo me encontré, sin proponérmelo, conversando con ella. Habíamos empezado con las trivialidades de siempre: de dónde lo conocía a Hernán, qué hacía cada uno de su vida, algunos gustos. Yo hablaba mucho de él, con poco disimulo; como si así pudiera allanarle el camino. Seleccionaba las anécdotas en las Hernán formara parte, lo buscaba para apoyar o refutar mis afirmaciones, hacía malabares con mis respuestas para relacionarlo todo con él. Pero de a ratos me dejaba llevar y sin darnos cuenta pasábamos a otros temas. La cerveza ayudaba. Hernán estaba cerca, simulando atender a otra conversación pero con un ojo y el corazón atentos a ese rincón de la mesa donde ella y yo nos perdíamos en una charla interminable.
En algún momento me debo haber levantado: me veo de pie en la otra punta de la mesa, apoyado contra el capó de un auto estacionado, hablando con Nando y el Chacra. El salto de conejo, la memoria fragmentada y azarosa, me trae un momento posterior que pudo ser en el camino de regreso, tal vez frente al Colegio Latinoamericano. La mirada firme y divertida de Alicia. O acaso fue ahí mismo, en la vereda de la pizzería, cuando me dijo aquello de "dejá de hablarle de Hernán, no te das cuenta que está interesada en vos". Pero no sé cuándo fue; no sé cómo pasó porque sí recuerdo que me había alejado, que hablaba con mis amigos de cualquier cosa para no hablar con ella.
La noche terminó en el departamento de Hernán, en el primer piso de un edificio que se alzaba en la esquina de Moreno y Jujuy. Tal vez no fuimos todos, tal vez algunos se habían vuelto pero éramos unos cuantos, amontonados en el pequeño living, entrechocando unos vasos de vidrio con otros de plástico porque la vajilla no alcanzaba para todos. Yo me quedé sin cigarrillos y pregunté en voz alta quién me acompañaba al kiosco. Creo que fue así. Pudo ser al revés: pudo ser ella la que se quedó sin cigarrillos. Cuando Hernán me extendió el manojo de llaves evité mirarlo.
Caminamos por Moreno hasta Salta, donde sabía que podíamos encontrar un kiosco abierto. El kiosco de Flavia. Nunca supe por qué le decíamos así, quién era Flavia. Siempre que iba me atendían dos flacos de pelo oscuro y abultado; a veces uno y a veces otro. Nunca una mujer. Tal vez esa noche hablé de eso, de ese misterio absurdo e intrascendente. O tal vez caminamos en silencio, y yo pensaba eso para no pensar.
Compramos los cigarrillos y volvimos a paso lento. La noche aplastaba las casas oscuras y silenciosas que se alzaban hacia ambos lados. Por Salta pasó un auto: el rugido del motor acelerado y la música del estéreo crecieron hasta alcanzar el pico más alto cuando atravesó la intersección con Jujuy, después los ruidos cayeron como por una pendiente. Quedaron nuestras voces tenues y el rumor de los pies en la vereda. Ella se paró en el primer escalón y me miró, o yo la tomé de la mano y la detuve. Algo dijimos. Nos demoramos entre besos y susurros. De pronto alguien pasó por la vereda, pasos que repiquetearon y otra vez silencio. Ella dijo que mejor subiéramos; yo asentí en silencio y encendí un cigarrillo.
El resto de la noche es una sensación confusa, más fotogramas mezclados que no puedo terminar de ordenar. Recuerdo el momento en que entramos: las miradas curiosas o cómplices, las chicas que la rodeaban sin disimulo y los cuchicheos, un vaso que llené para ocuparme de algo y no mirarlo a Hernán. Lo recuerdo a él en el balcón, los ojos fríos, mi cigarrillo y el silencio de la calle Jujuy. Y el papel que me pasó ella, un rectangulito plegado, los números dibujados con esmero. Pero eso tuvo que ser antes porque cuando Hernán me hablaba en el balcón ella se había ido. Porque cuando me encogí de hombros y traté de explicar que no lo había planeado ella ya no estaba y a mí solamente me había quedado ese número de teléfono como una promesa o una ilusión. Ese papelito que rompí frente a Hernán y tiré por el balcón, y vimos flotar los pedacitos de papel hasta la vereda.
No sé si Hernán la volvió a ver. Yo no la vi más. O acaso sí, acaso la haya cruzado algún día en la calle, en la calle o en un bar, y haya creído reconocerla sin poder precisar de dónde, sin saber que esa cara que me resultaba ligeramente familiar era de esta chica abstracta que a veces me empeño en evocar de manera tan absurda.
A Hernán, en cambio, cada tanto me lo cruzo. Sé que se casó y tuvo dos hijas. Me cuesta asociar, en ese breve instante en el medio de la peatonal o a bordo de un colectivo, al hombre que tengo enfrente con el pibe que yo recuerdo. Siempre hablamos poco y de manera superficial. A veces me dan ganas de preguntarle por esa noche en el balcón. Si fue tal como recuerdo y rompí ese papel frente a él o acaso lo guardé intacto y nunca llamé. No sé si tiene sentido saberlo. De cualquier modo me gusta pensarlo así, me gusta ese final de pedazos de papel flotando en el vacío, de promesas o ilusiones perdiéndose en la noche.
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