CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Del estruendo pertinaz de las cigarras en aquellos veranos en que los callejones sombreaban con sus paraísos el paso de las iguanas y los cuises, vienen a veces nuestros más gratos recuerdos.
Decir gratos no es asegurar que fueran grandes o importantes, sólo desmesurados en la memoria, porque en aquel tiempo todo era mínimo, acotado y lo único realmente grande o muy grandes eran los sueños.
En las siestas entonces iríamos en bandita traviesa hacia las cañadas de la zona. En especial la del "Gordo" Compañy, que era la que teníamos más cerca. Allí íbamos, a meternos en esas aguas barrosas, festoneadas de juncos y espantillos y cortaderas, y al grito mezclado de las diversas aves acuáticas entre la que sobresalían por su cantidad: garzas, gaviotas y bandurrias para luego emprenderlas por las quintas vecinas a probar el sabor de las negadas y preciadas sandías. Un golpe en el suelo y se partían. Tratábamos de hurtar las que estaban debajo de las guías y las hojas, porque las que estaban al sol hervían, así que nos sonaban en los oídos las prevenciones de nuestras madres: no comer sandías calientes porque descomponen el estómago. Sabedoras que no nos podrían sacar esa costumbre de "distraer" alguna de ellas de las seductoras quintas de los alrededores.
De las cosas que recuerdo en ese tiempo está la ropa.
Mi madre me vestía -fruto de su industria- con las ropas de trabajo que mi padre no usaba ya. O cualquier género mostrenco que apareciera por sus grandes bolsas de retazos que traían en sí tal vez irrecuperables historias muy difíciles de precisar.
Los pantaloncitos que me cosía con la vieja máquina inglesa marca White -que permanece muda en la vieja casa paterna- tenían un solo bolsillo, para llevar el pañuelo, pero yo, como los otros chicos metíamos allí preciados tesoros: figuritas, bolitas queridas o simples recortes de hierro para la gomera que pedíamos en el taller de don "Pepe" Giuliano y que eran proyectiles mortíferos para tanto pájaro inocente. Esta costumbre de poner objetos allí nos traía un inconveniente mayor: cuando corríamos había que hacerlo con la mano derecha apretando ese bolsillito (por lo demás no muy generoso) para no andar regando nuestras cosas amadas.
Y oportunidades de correr había de sobra: cuando nos corría alguien más grande y había que tomar distancia, cuando robábamos las frutas de don Clemente Gerlo o por cualquier situación que nos presionara en acción inmediata. Cuando jugábamos al fútbol hacíamos un hoyo pequeño en la tierra y allí cada uno ponía su tesoro individual.
El "Juanca" López tenía una forma de correr muy cómica, lo hacía a los saltos, como si galopara, pero era el más rápido, con esa forma que nos producía tanta risa. El "Juanca" López fue el primero de nosotros que abandonó este mundo. No tenía treinta años y hoy, tal vez, yo sea el único que lo recuerda. Todavía saltan en mi memoria sus atajadas cuando se tiraba en los penales, sin miedo, con ese flequillo que doña Rosa, su madre, le cortaba de vez en cuando para que el pelo no le cubriera los ojos. Era hijo del "Boca de Bronce".
Juan, ya te perdoné el medio piñón que me pegaste cuando nos peleamos por aquella bolita. Digo "medio" porque moví justo la cara para que no me dieras de plano. Recuerdo que pasaste al arco cuando Roberto Vega se mudó de barrio, pero siguió llevando al "Jazmín" en el corazón, según siempre me reafirma.
¡Cuántos milagros produjo mi madre con esa máquina de coser! Una vez leí que Eva Perón enfatizaba en aquella mítica "Fundación" que cada mujer pobre tuviera "su máquina" de regalo. Doy fe que sabía el por qué.
Mi madre nos cosía a los tres: a mi padre, a mi hermano y a mí. Y también nos tejía primorosos pulóveres, ya cerrados, ya con botones y también bufandas para la helada de junio y gorros de lana, muy gruesos.
Los guardapolvos los heredaba de un primo segundo, Hugo Ciccarelli. Salvo en sexto grado cuando me cosió uno con tela nueva para recibir el diploma de finalización de primaria. Me hubiera gustado tenerlo, hoy, pero mi hermano lo usó hasta gastarlo.
Los que creen que escribo estas palabras con algo de tristeza se equivocan, porque nosotros nunca nos enteramos de que éramos pobres, digo, mis amigos y yo.
Si en esa humildad orgullosa no había carencias.
Y además teníamos todo a mano: el aire, el cielo, los árboles, todos los sueños que en nosotros cabían.
Y los mejores crepúsculos que tuvo el planeta, como hoy tengo el recuerdo de una madre amorosa aunque lamente que no pueda lagrimear leyendo este homenaje a sus manos, que eran las más hacendosas del mundo.
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