CONTRATAPA
› Por Guillermo Paniaga
Quizá porque en el fondo fue lo que quería, porque necesitaba una excusa, una palabra, un algo, o un alguien que tuviera la fuerza suficiente para sacudirme de un sopapo y gritarme: ¡Pero qué esperás, qué esperás! Me dejé atrapar por unas palabras que inventé mías. Fui feliz, no lo niego; pero cuánto cuesta la felicidad.
Creo que sabía, además, que era un justo castigo. Ya me lo habían dicho alguna vez: todo lo que das, te vuelve. Y yo di indiferencia. Di frenos, di excusas, di palabras que intentaron ser un alivio y terminaban golpeándolas, a ellas, a quienes quieran que hayan sido las que llegaron antes que vos. Sí, ahora estoy seguro de que lo sabía, por eso bajé los puentes y te dejé llegar.
Hago memoria para contarte la historia, pero es tu historia y de qué sirve que te la cuente. Yo me pregunto: de qué sirve que te la cuente. Sirve, me respondo; porque si bien es su historia -tu historia, Agustina-, es la que yo creé y quizá te interese conocerla. O no sirve para nada, no te sirve para nada a vos. A mí, al menos, me permite alivianarme un poco de tanto peso.
Llegaste una tarde, creo, tal vez era a la noche. O llegué yo, lo mismo da. No había lugar preciso, no había tiempo tampoco; entonces baste con decir que alguno de los dos llegó. No sabía de vos más que el nombre, tu lugar, y las palabras que colgabas en el aire un poco tímidas, inseguras, pero no por ellas, las palabras, sino porque vos, por vos. Las encontré flotando, sobre un fondo de mujer y una mariposa que las recorría desparramando una canción de Radiohead (¿Era Creep? Sí, era Creep). Pero fue nada más que eso, unas palabras bellísimas sobre un fondo de mujer. La vida continuaba. La tuya, la mía.
Empezamos a hablar, aquellas primeras veces, y no eras la misma. La persona que me preguntaba cosas, o me comentaba algún asunto, no era la misma que soplaba esas palabras que volaban tan justas. Era una contradicción enorme que aquellas palabras tan livianas calaran tan profundo, mientras que las otras, más pesadas, a veces ríspidas, ni siquiera rozaran la superficie.
Claro, me dije, la que me habla es una promesa; me dijiste tu edad y las cosas resultaron obvias. Entonces la mujer de las palabras precisas era apenas una insinuación. Eso creí y me alegré porque, todavía crisálida, ya planeabas el color de tus alas. Me alegraban tus lecturas. Pero era un sentimiento abstracto. Era pensar que esa chica que me decía "tipo que" para expresar una idea, era la misma que estaba leyendo a Sartre. Pero no era por vos, Agustina, todavía que me sentía tan bien. Era por esa promesa de la que apenas conocía el nombre y su proyecto de mujer.
Me gustaba ver tu cara, no voy a negarlo. Pero me gustaba tu belleza como me gusta una puesta de sol en el mar, por usar una imagen corriente, o un aroma de madrugada en los primeros días de otoño, o un cielo que empieza a escampar y deja ver un rayo de sol apenas dos minutos después del aguacero. Era una belleza para apreciar y agradecer. Nada más que eso. Y además, esa belleza estaba asociada a la promesa que me hablaba con palabras como de plomo, aunque supiera que era la misma que pintaba las otras.
No, Agustina, sinceramente no me interesaba acercarme a vos más que como, no sé, una especie de corrector ad honorem de las pequeñas aristas que a veces encontraba en tus palabras, las otras, las que escribías con el fondo de mujer. O para hablar de las cosas que entendí que teníamos en común, los libros. Entonces intentaba sacarte algo más que una palabra de plomo, pero no había caso y nuestras conversaciones terminaban en apenas un intento.
Hasta que llegó aquél día en que tu discurso, todavía promesa, ahora lo admito, se acercó muchísimo a las perlitas que ahora ponés en un fondo azul, (o algo que se le parece, ya sabés que soy daltónico). Y ese día todavía me emociona, porque fue como un choque, un encontronazo a la vuelta de la esquina con aquello que uno busca desde que empezó la búsqueda.
No opuse mucha resistencia. Te dejé llegar. Porque quise dejarte llegar. Porque querías llegar. Eras una sola, la misma aquí y allá. Y yo me unifiqué también, aquí y allá, los dos uno. Mis dos uno, tus dos una. Soñarlo era precioso, pero se convirtió en peligro ante la posibilidad de lo real. Y hubo otra vez la escisión. Otra vez dos, o tres, o mil, vos y yo en pedazos, y cada pedazo pensando distinto. ¿Alguno de esos pedazos sentía, siente? Tal vez, pero hubo que meterlo debajo de la alfombra y no dejarlo salir.
Y entonces, de pronto, la cortina.
La alfombra y la cortina.
Y está bien así.
Está bien.
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