CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Que hubiera sido de nosotros sin los pasillos del barrio Echesortu, esos rascacielos acostados sin consorcios ni porteros que conocíamos tan bien como un baquiano de la precordillera conoce las cuevas para refugiarse, como un lugareño de los montes las picadas, o un pescador los canales con agua en plena bajante.
Esas víboras de cemento siempre tenían la boca abierta para nosotros, no sabían de puertas cerradas, ni picaportes, ni timbres, eran escondites para un rinraje, eran agua para después de los partidos, canillas dispuestas para llenar globitos en carnaval, búnker para después de ajusticiar con rompeportones a algún vecino en vísperas de navidad, y antesala de bares donde poder tomar una coca entre siete.
Sus habitantes los usaban como un plus de tiempo extra antes de salir a escena, como los artistas lo hacen entre telones o los jugadores en la manga, el pasillense lo utilizaba para terminar de hacerse el nudo de la corbata, abrochase el guardapolvos, maquillarse, o como doña Cata en persignarse tres veces antes de cruzar el umbral y pisar el escenario de la vida.
Los teníamos bautizados a todos, el del carteto, el de la culona, el sin puertas, el pozo, pasillo lúgubre este último, donde sus baldosas no conocían la gloria del sol, siempre oblicuos sus rayos sobre las altas paredes que lo limitaban, era como si hubiera nacido con un destino de túnel, mas que de pasillo, como decía Adrián: "Está bueno porque acá siempre es de noche".
El Willy, activo disidente de la verdad, sostenía que había departamentos que llegaban hasta el "centro de manzana" que según él tenía la propiedad de amplificar los sonidos, como una pequeña cámara de eco. Para explicar empíricamente su teoría tenía las risotadas y sapucais de doña Antonia, una correntina que vivía en el cuarto departamento entrando por calle San Luis y que en el silencio de la noche su risa erizaba la piel. Pasábamos horas discutiendo su teoría, como cada una de sus mentiras, creo que él sabía que eran movilizadoras, mucho más que algunas verdades, ¿Cuánto había de verdad y de mentira en las religiones que nos enseñaban, en las creencias, en el amor? ¿Qué era la verdad? ¿Y la mentira de la verdad? Creo que él tenía las respuestas pero en ese momento no se las pregunté.
Cuando el mentiroso estaba callado era mala señal, juntaba silencios como el techo de chapa de su pieza, acumulaba el sol del verano para después desparramarlo sobre su cama y ser el peor castigo en sus penitencias siesteras de enero. Sabíamos que era cuestión de tiempo, que iba a atacar, generalmente el centro de sus cargadas era el Ojo, el hijo del joyero del barrio, que siempre estaba lleno de cadenitas, anillos, y pulseras que ponían en duda si eran muestra de afecto o si más bien lograban el efecto de una vidriera ambulante de la mercadería de su padre. A nadie extrañó entonces que una tarde sentados en el frío piso del pozo se refiriera con esta pregunta sobre el abuelo de la víctima quien había fallecido hacía tres meses: "Che Ojo, de tu abuelo no se supo más nada, eh"
-Se murió pelotudo, ¿Que querés que se sepa? --le contestó gritando.
-Y... la muerte es un misterio --alcanzó a completar la frase antes que la O grabada en oro, inicial de Oscarcito para su mamá y de Ojo para nosotros, le partiera el labio inferior.
Los gritos, insultos y forcejeos no hicieron más que acelerar la aparición de la Matilde, una solterona que vivía en el departamento A y que siempre asomaba medio cuerpo desde la medianera que hacía de baranda para su terraza para mandarnos a casa con gritos como "gallitos", "pendencieros", "buenos para nada", para luego en otro tono terminar hablando con su gata --quien impedía que su soledad fuera total--, diciéndole: "Son chicos malos, no son como vos". El primero en salir fue el agredido con una mano en la cara para contener la sangre, el segundo fue Mario, también tapando su boca para impedir su carcajada estentórea, nos quedamos un rato en la vereda tratando de calmar al Ojo, mientras el Willy antes de doblar la esquina saludó con una mano, tranquilo, lejos del llanto y del lamento, es más hay quienes afirmaron que se reía.
Pero el nuestro, el preferido de todos era el de la calle Rioja, allí no había perros histéricos que ladraran por cualquier cosa, ni vecinos avinagrados que le tuvieran fobia a los pibes, en él hacíamos los días de lluvia partidos de metegol, carrera de autitos, peleas de hormigas o langostas, según la estación y hasta partidos a la cabeza con la pulpo, y nunca tuvimos una queja, y eso que decían que en el último departamento había un pibe enfermo que muy pocos habían visto pero que se podía adivinar en el rostro de los padres, no así en el de su otra hija, Inesita, que era la piba más simpática del barrio, siempre con una sonrisa dibujada en su cara, locutora de los actos de la Juan Arzeno, cantora de la tómbola del club Unión, ayudante de catequesis en la San Miguel y en la verdulería de don Alberto en donde atendía a las viejitas, las escuchaba y siempre le decía como despedida "todo va a salir bien, todo va a salir bien".
Para ese refugio y sin dudarlo corríamos después de un error de cálculo en la siesta de doña Luisa. Ante el primer grito de "mocosos de porquería" saltamos sin llevarnos ni una mandarina y entre la risa y el julepe que nos hacían perder fuerza en la carrera, añorábamos llegar a nuestro piso salvador, tirarnos boca arriba, sentir el olor a jabón, kerosene, y orín de gato que nos daba seguridad y pertenencia cuando al doblar la esquina de Crespo nos quedamos petrificados, congelados, sin poder creer lo que teníamos enfrente, justo a nosotros que basábamos nuestra libertad en desconocer a la muerte por completo, se nos presentaba encerrada dentro de un cajón de madera que llevaban sobre sus hombros un montón de gente en fila como una formación de hormigas negras saliendo del hormiguero, nuestro hormiguero, nuestro pasillo. Creo que desde ese día nuestra presencia por estos condominios desapareció, igual que la sonrisa de la cara de Inesita.
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