CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Los muchachos que vieron su sombra en la vereda se hicieron la ilusión de que era una mujer como cualquier otra. Después advirtieron que su cabello era rojizo como filamentos de aire y que sus pasos llevaban tras de sí, un desfiladero de cardúmenes invisibles.
Habían pensado en esa mujer de la noche a la mañana, enterrándola y desenterrándola de la memoria sin que jamás su recuerdo se trocase en ruinas.
Los hombres que esperaban el colectivo la vieron pasar, celosa de su relieve, arrancando ascuas del infierno y se dieron la voz de alarma. La tuvieron en la memoria de la mañana a la noche, y notaron que ese recuerdo ocupaba más espacio que todos los otros recuerdos, casi tanto como la palabra deseo, y pensaron que tal vez su ilusión había estado demasiado tiempo a la deriva en el estrecho océano del hastío.
Los hombres extendieron el recuerdo de la mujer imaginaria a lo largo de toda su memoria y vieron que era más grande aún que cualquier rememoración de la infancia, y creyeron que la capacidad de seguir creciendo después de haber sido olvidada, estaba en la naturaleza de las mujeres imaginarias.
Su boca tenía el color que convierte el ayer en mañana, y por eso supieron que si ella en algún momento los nombrase, sus nombres no volverían jamás a tener un significado falso.
Celosos de su relieve, los hombres se reservaron para sí la llave al rojo vivo que abría las puertas de ese lado. Una consigna de sobrevivientes tomó forma de precaución y nadie en toda la ciudad ni en los pueblos vecinos llegó a suponer que el silencio de ellos pudiera resguardar a alguien venida del género humano.
No tuvieron que mirar su rostro dos veces para saber que esa mujer era imaginaria. Hasta que la vieron pasar, las ilusiones estaban tan gastadas, que ya ni las recogían del piso cuando alguien las arrastraba con la escoba fuera de la casa. Así que cuando la mujer imaginaria les pasó por al lado, con su séquito de peces invulnerables, no fueron capaces de evitar la dicha y faltaron al trabajo víctimas de un malestar incierto.
Las mujeres tuvieron que hacerlo de todos modos, y mientras esperaban el colectivo ellas también la vieron pasar, arrancando ascuas del infierno, dejando huellas de una oscuridad sin nombre todavía. Esa mujer derramaba un pez en la entrada de cada laberinto y a media que se alejaba notaban que su ausencia venía de un noser redivivo. Notaron también que llevaba su irrealidad con altivez, pues no tenía el semblante solitario de las visiones, ni tampoco la apariencia mezquina de las mujeres imposibles. No sólo era una semilla de la eternidad sembrada en el jardín de los sueños sino que esa mujer era la más imaginaria del mundo.
No encontraron en sus casas una cama lo bastante suave para tenderla ni lo bastante grande para liberarla. Fascinadas por la desproporción de su espejismo se acercaron al costado donde le perduraba el origen y apoyaron el oído para escuchar su eco femenino.
Los hombres, encerrados en sus silencios, ignoraban la razón de ese otro silencio. A las mujeres les parecía que la noche no había sido nunca tan nupcial y opinaban que ese cambio tenía que ver con lo que la mujer sembraba. Andaban distraídas de todo rencor, a cuenta para lo que les quedara de vida, convencidas de que si no memorizaban esa ilusión no tendrían otra oportunidad de activarse las sonrisas.
Los hombres amaron a esas mujeres desconocidas. Las mujeres amaron a los hombres desconocidamente. Se amaron a sí mismas cuando los hombres dormían. Los hombres también se amaron embriagados de amor por esa sustancia volátil que los respiraba.
Los hombres temieron que aquellos aspavientos amorosos no fueran más que estrategias de mujeres en busca de un sillón nuevo. Las mujeres pensaron que esa virilidad inédita era un modo de redimir tantas escaseces compartidas. Lo ocurrido en una sola noche era trece veces más perdurable que la suma de todas las noches que tuvieran en la memoria, más duradero, incluso, si les agregaran a aquellas, las noches que la memoria había excluido.
Algunos vecinos que oyeron esos llantos de sirenas se amarraron a las sillas y gritaron con ellas hasta enloquecerse.
La mujer imaginaria, aprovechó el éxtasis para abandonar sigilosamente los enrevesados senderos de las fantasías, antes de ser tan real como el incesante golpe de la cuchara contra el plato vacío.
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