Martes, 30 de agosto de 2011 | Hoy
Por Emiliano Oviedo
Conlleva mucho trabajo el escribir. Requiere disciplina. Es un oficio, en todo el laborioso sentido de ese signo. Es un ministerio, no sólo con uno mismo. También ante los demás. Y no es para cobardes. No es seguro que existieran muchos escritores temerosos. Kafka era un desesperado, Pessoa ardía en una sola llaga; en el temible ardor de un mártir, se escoltaba en las palabras. Reinaldo Arenas, Harold Brodkey, los dos muriéndose de sida, escribieron con fuerza, con valor, con justeza.
Leyendo a Vallejo, a Fernando, hace poco, entendí algo (o por lo menos eso me parece). Vallejo tuvo una estancia desgraciada en esta tierra, sufrió y sufre lo incontable. Y si digo "tuvo", anclando en el pretérito su existencia, es decir, para peores, cejándola en el perfecto, en el círculo cerrado del aspecto, en el tiempo sellado de los muertos, lo hago porque Vallejo mismo se considera a sí un muerto en vida. Un paria exangüe que deambula como un espectro desalmado por los barrancos del día. Un escritor que se ha quedado sin tema, porque él, siendo novelista de primera persona, escribía sobre su vida, y como ya no le queda ninguna, se agotó su tintero. Vallejo que llama loco a Balzac porque escribe los pensamientos de los demás como si fuera brujo, con su narrador omnisciente, hipócrita y anacrónico. Si Dios ha muerto, quién pueda osar nombrar el tropel que sucede en la cabeza de otro que no sea el personal y conocido uno mismo. Quién puede osar nombrar el pensamiento de su amada, de su padre, de su hijo. No lo sabemos. Y si el último bastión de sentido, el lacre que en el fondo de todos los tiempos gravaba el sentido de los millares de pensamientos innombrados, no dichos pero asimismo pensados, imaginados; si ese lacre se ha fundido en la falta de fe, si finalmente Dios ha muerto, quién pone las manos en el fuego por lo que piense el de al lado, en tanto por la creatura ya no vela el creador. Vallejo que parte de la materialidad ineluctable de la escritura, en un pasaje, asediado por la muerte, que rondaba incansablemente su casa, le increpa:
- ¿De qué te reís, estúpida? ¡Lacaya de Dios!
Con eso tuvo, se calló. Nadie desde que el mundo es mundo le había dicho verdad más amarga.
- Todo tiene una primera vez, mujer, ya ves. (1)
Y eso es tener coraje. No me refiero al gritarle a la muerte. Un arrebatado también lo hace. Me refiero a saberse el primer escritor, el primero entre millares, que mandó a callar a la muerte con verdad tan horrible. Nadie, según Vallejo, hasta llegada su ocurrencia, había increpado tan feamente a la muerte, nada menos. Eso es tener osadía de escritor, coraje. Y el tipo es un erudito y un gramático, y un amante de los clásicos. Así y todo, al escribir, su yo es inapelable, letal, magno. Un noescritor es un escritor que no se anima a decir yo, dijo Barthes; un novelista nonato que no osa encabalgar su nombre propio, que en la escritura es el mayor de los pronombres, el de primera persona. Un escritor que se ha quedado en el umbral y no dice yo. Es que hay que tener coraje, disciplina, fe, esmero, voluntad, imaginación, cordura, talento, gramática para atreverse. Hay que tener coraje para ser escritor.
Un escritor siempre corre el riesgo de ser presa en su propia emboscada. Bailar demasiado cerca del precipicio, descender hasta simas infranqueables, atravesar umbrales que no prescriben el regreso. Así y todo, saltan a la página. Con ímpetu, saltan. La fase liminal del pensamiento no los detiene, les propicia el salto. Escribir es un ejercicio, un sondeo y allí se desenvuelven. No redundan isotópicos, tautológicos. No reverberan en su condición malograda, en su muerte fetal. La imaginación es un caos que puede terminar ovillándose en la locura. Fellini admiraba a los artistas medievales porque no tenían "ese amianto", esa red de trapecio que les puede sostener en la caída: desconocían la psicología. Un escritor entra a la noche de la imaginación sin recaudo. El jardín interior que puede ocultar el sol y entrelazar la asfixia del sentido. Una enredadera atroz. Allá van. "Arrojan la lanza hacia la noche" (Ingmar Bergman).
Cualquier cosa, a morir en el silencio. La muerte vocal. La "voz gutural del atragantamiento". Una voz emboscada, atrapada también en su propio acecho, la lengua que queriendo irrumpir en escándalo y griterío, se encorva como un bosque nublado, ciego, a lo hondo del paladar. La deglución de cualquier proposición, cualquier propuesta de sentidos claros, cualquier ocasión de concordia: la discordia lleva en nudo la garganta. Y cuando no hay palabra, se admite el filo conciso de la acción o se apesta uno en el umbral de la indecisión. No existen escritores indecisos.
A veces es mejor sacar para afuera, aunque en ello, en ese fuelle se pierda el propósito; sencilla sabiduría del síntoma. Prosigue el relajo del trabajo bien hecho, o la agonía. Prosigue el puño como el corazón callando en el espasmo distendido; la mano callando y dejando el curso de la escritura en el punto; exhalando; la lengua desovillándose: cuando el bruto cae con el hocico abierto, el mazazo que pega en el suelo, deja salir con el último resuello también a la lengua, que como un pergamino viejo, se desenvuelve en el polvo. Sólo después de haber dicho, es que se calla.
(1) Vallejo, Fernando. El desbarrancadero
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