CONTRATAPA
› Por Bea Suárez
"El río,/ y esas lilas que en él quedan.../ quedan.../ no se morirán las lilas, no?/ Y ese olvido que es, acaso, el de/ unas hiervecillas/ que no se ven.../ Pero qué rosas se secan, repentinamente,/ sobre las lilas,/
en el hilo de las diecisiete,/ entre la enajenación del jardín/ y la ligereza de las islas, allá, para sugerir hasta los iris/ de lo imperceptible que huye?/ Oh aparición de Octubre..."
Juan L. Ortíz. "La orilla que se abisma". 1970.
Pasan en diligencia problemática, arriando al Paraná puntual. Pasan en ningún sentido, pasan, en perfecta mezcla de viaje, comercio, filosofía.
Son barcos enormes que cruzan el río a nado de containers, llevando aceite, soja y olvido, tienen altura de jugador de básquet, dibujos paralelos de latitud acuosa. El agua inocente. El agua desnuda.
Les pesa la ropa de hierro mientras renacen células de intercambio entre países, llevan banderas indiscernibles y sub capitanes en declive cuya popa da al mar y al otro mundo.
Un griego lleva un barco adelante con giro y movimiento, me vienen puntadas a los ojos al admirar las letras extremadamente raras, fantasmas, el hilo del dolor de andar tan! Lejos.
Transportan universo.
Los buches hundidos de la carga extranjera vibran en el oleaje lento, perfeccionado a viento.
Son los barcos de la intemperie en el humilde magisterio de la orilla, se arriman, atracan, baja gente misteriosa, luego suben todos, se pierden para siempre.
Un barco es aquello que lo nombra. Se desgarra su ser en cada viaje, letras que nadie entiende, letras parroquiales, va el idioma en su salsa, portuguesa, el drama de la tormenta, la alegría de su final.
El río baja y los impugna. Ya no logran entrar sino al canal, bullen entre naturaleza y no naturaleza, en la hondura de un día común.
El día es: porque los miro.
Húmeda la melancolía del tirar de las anclas, cabos que dibujan cosas para siempre perdidas, como andares de nube.
Buques que andan en creciente y bajante con la misma soltura, donde pasan las aves, en el lecho mismo del exilio navegante.
Mullidos van sombríos sobre la gracia caída de los días, en rituales de fe meteorológica, como un canillita que repartiera diarios o visitas.
Son los acorazados de cada uno cuya presencia hace más blanco el camino hacia el amor. Un marinero que comulga en ron, un comodoro con labio de mala sal.
Barcos que andan en vals con el Paraná, del río salen mariposas, fuertes, pálidas, raíces invisibles. Ellos pasan convencidos del rumbo, no saben del dulce sacrificio de verlos alejarse. Pura despedida.
Comidos por los secretos de la tierra, fueron botados sin remedio para morir en el silencio de las boyas, son almas solas, comulgantes felinos sin manada que anduvieran criándose en el río, cazando una gaviota en circunstancia.
Los barcos, esos objetos un poco de herrería un poco puros, nos pasan por delante, chocan con la vista de quien está tomando el cafecito en Silos Davis.
Nadie sabe que ocurren por un misterio de Bolsa de comercio y otro de espinillo. Iguales valen. Nadie sabe, nadie supone que en el vapor de su ruta hay fuego de amaneceres y ebrias preguntas de hombres sin red.
Entran a la noche herida de Rosario sin ver Soho ni Madame.
No.
Entran mirando el río arriba.
A babor de nuestras emociones.
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