CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Lunes. Son las siete y media de la mañana. En Budapest, donde no pasa nunca el camión regador y las calles de cemento ignoran el frescor milagroso. En Budapest la mujer que camina por la vereda a esa hora de la mañana recoge el relato que alguien dejó caer. Los pájaros están sobre los árboles, los esposos están bajo la ducha y el relato huele a madera de cerezo. La mujer no es una maquinita de vivir, un algo, un aquello. Nunca ha estado más cerca de los hombres que de la luna. Jamás ha leído esa novela rusa en que una joven se casa con un viejo que tiene cuatro hijos y se lleva a vivir con ellos al amante. Tampoco está cubierta de una resina sagrada, pero camina por la vereda como una mujer cubierta de flores.
Martes. Son las siete y media de la mañana. En Bangladesh. La mujer que camina por la vereda toma el relato que dejó la mujer del día anterior y avanza. Cómo le impresiona el tigre del jardín zoológico. Anda de un lado para otro sin detenerse demasiado tiempo en ningún lugar. El tigre. A veces tiene el pelo rojo, a veces negro, la mujer. La mayor parte del tiempo se limita a escuchar las conversaciones ajenas. El tigre. Procura no mirarla a los ojos, el tigre. La mujer piensa que es una pena que esté lloviendo en Niza. En realidad está pensando en otra cosa, pero pensar eso le sirve para no pensar en otra cosa. El tigre camina por un sendero hecho a su medida. Tiene un hermoso lomo inmensamente cautivo. El tigre. La mujer cierra los ojos en el momento en que el tigre le da por completo la espalda.
Miércoles. Son las siete y media de la mañana. En Dock Sud. La mujer que camina por la vereda toma el relato que ha dejado la mujer del día anterior y se lo mete en el hueco de su existencia. A esa hora de la mañana las moscas ya están libando las moras que crecen en los bordes de los caminos, lejos de Dock Sud. La mujer libada recuerda cómo la noche anterior se contrajo y se dilató. Algo misterioso, menos gris que Dock Sud anida en ella. El perfume de la tierra mojada por el camión regador. Algo más libado que el lento naufragio cotidiano, por las calles de Dock Sud, anida en ella.
Jueves. Son las siete y media de la mañana. En Kioto. La mujer que camina por la vereda toma el relato que ha dejado la mujer del día anterior sobre el ala de una luciérnaga posada sobre el lomo del tigre. Ligeras brumas, densas nubes se desvanecen en la espalda del animal dorado que dejó la mujer del día anterior. La mujer toma el relato y se lo lleva sin hacer ruido por una vereda de terciopelo, nocturna. Se lo lleva al impresorlibrero. Es tan acuciante como caer en un pozo. Tan suave como las dos muchachas que vuelven a besarse bajo la cara diminuta de un pequeño sol en una novela francesa.
Viernes. Son las siete y media de la mañana. En Jerusalén. La mujer que camina por la vereda toma el relato que ha dejado la mujer del día anterior, es un juego que comienza con la cabeza en la noche y termina con el cuerpo en el abismo. La mujer ha mojado los dedos tres veces en agua al despertar porque los malos espíritus anidan en la segunda y tercera falange, según consta en el diario íntimo de un judío de verdad. Pero el judío cree que este rito ancestral previene que la mujer toque el rostro de su marido apenas despierta, porque en sueños puede haber tocado, sin posibilidad de dominarse, las axilas, el trasero o los órganos genitales.
Sábado. Son las siete y media de la mañana. En Paysandú. La mujer que camina por la vereda toma el relato que la mujer del día anterior sostenía con los dedos. Es un relato de mujer a oscuras. De mujer que se saca el pantalón en el dormitorio y busca un rincón mientras los vellos se le erizan y permanece unos instantes sin moverse. Amarillo. Un relato de mujer que escucha pasos que suben por la escalera. Se apura. Anaranjado. Un relato de alguien que coloca la mano bruscamente sobre el picaporte. Rojo. Un relato de alguien que enciende la luz. Violeta. Y el relato de la mujer muere en su pequeña muerte. Asfixia.
Domingo. Son las siete y media de la mañana. En Malibú. La mujer que camina por la vereda toma el relato que ha dejado la mujer del día anterior y chasquea la lengua que huele a alcohol. El sol sale echando perfumes de damasco y melón. Con ese sol perfumado todo es más fácil, más difícil. La mujer piensa fantasías que la fantasía no piensa. Se asusta mucho, poco, nada, mucho. Las diez mil maneras de nombrar a una mujer no alcanzan para nombrar a esta mujer que tiene el hábito de caminar a las siete y media de la mañana por cualquier ciudad del mundo, nos sirve la luna en un plato de azúcar, y llama al hombre para un trato íntimo con ella, y el hombre acude. Y los otros hombres parecen estar rígidos. Y los otros relatos parecen estar muertos.
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