CONTRATAPA
› Por Beatriz Vignoli
A Amanda. A Ombus. A Indigo, que vio todo.
Ya no nos hablamos. Cuando nos encontramos, solamente nos tocamos. No nos tocamos nosotros: se tocan nuestros cuerpos. Ellos se hablan en perdidos idiomas extranjeros que a nosotros nos resultan incomprensibles. No, no es que entre ellos se entiendan. Nuestros cuerpos se malentienden en los idiomas perdidos, mutuamente incomprensibles, en los que balbucean cada vez que se encuentran. Los encuentros son azarosos porque no tenemos cómo concertarlos; ya le he dicho que no nos hablamos.
Bueno, sí, está este otro lenguaje. Pero no somos nosotros. Son nuestros cuerpos. Nosotros solamente nos chocamos. Ni siquiera podría decirse que nos encontramos: nos chocamos, como témpanos tibios, como buques transatlánticos al filo del naufragio.
Son testigo de eso los días jueves y los huesos húmeros, diría Vallejo. Además son testigo de eso los testigos a quienes denominaré en adelante "los testigos de Giovanni".
Vistos desde afuera, somos danza teatro. El lenguaje de acciones físicas de nuestros cuerpos se parece a los gestos absurdos del cine expresionista. Parecemos, desde afuera, una pareja; pero una mala pareja de baile, una pareja de malos actores ítaloamericanos bailando según la idea que la zona clase Z de Hollywood tiene del tango argentino.
Pero lo que es nosotros, ya no nos hablamos. Nuestros cuerpos, como inmensos perros de distintos dueños que los pasean a la misma hora en la plaza, tiran de la correa.
No sé si es deseo. No sé qué es. Ya le dije, no es que nuestros cuerpos se entiendan. El mío grita un duro idioma de vikingos que desembarcan, saquean y raptan; el suyo más bien calla, a veces se estremece levemente pero es más lo que calla, y lo hace en una lengua cortesana muy refinada, acaso provenzal, de palacios con jardines llenos de aves amaestradas y donde se siente un siseo semítico, ladino, como de Oriente Medio.
El perfume antiguo de ese idioma me queda siempre flotando en la memoria y me ayuda a pasar el invierno de los días en que no me lo encuentro. "¿Qué habrán sido, en vidas anteriores?", clama todo un coro de mis amigas pintoras que creen en esas cosas.
Yo no creo ni en la ilusión del amor; tarde supe que esa locura me hubiera salvado.
Me creí superior por no ser de las que oscilan entre la paranoia positiva y la ruina. "Vos tenés una paranoia positiva", le decía un amigo mío a una amiga mía y de él, sin saber que él, con esa frase (él, que dice no entender en absoluto a las mujeres), estaba formulando lo femenino mismo. Paranoia positiva de sentirse amada: se trataba de eso.
Decidir no creerme amada convirtió a mi cuerpo en el emisor de un idioma vikingo.
Ser la mala de la telenovela es eso. Es ser quien urde trampas, artilugios, redes para capturar al galán, como si fuera un animal marino fabuloso, y todo eso es construido en el vacío. La mala de la telenovela soporta ese vacío. La buena de la telenovela no podría. La buena de la telenovela, pase lo que pase, no cesa de creer ni un minuto en la ilusión de ser amada por el galán. El galán también cuenta con eso. La telenovela es una máquina que funciona gracias a esas suposiciones. La relación sexual no existe.
La mala de la telenovela es como el gato Tom. Es como el gato Silvestre. Es como el Coyote. La mala de la telenovela proviene del canal de los dibujitos y cree que el galán es como una mezcla del ratón Jerry, el canario Tweety y el Correcaminos. La trampa correcta lo atrapará. Ella no: la trampa correcta. No existe la trampa correcta. La mala de la telenovela piensa como un cazador, piensa como un hombre. Hace honor a los oscuros albores de la especie en que todavía éramos meros mamíferos superiores sin lenguaje abstracto y se sabe que las hembras de los mamíferos superiores son cazadoras.
Si el galán fuese un dios (y, en alguna medida, lo es), la antítesis "la mala versus la buena" plantearía un problema teológico: ¿salvación por la obra, o salvación por la fe?
La mala de la telenovela es una bruja, de las de antes. Seguramente Maquiavelo aprendió política de las brujas. Las brujas, se dice, son sabias. Son sabias porque no están locas. La mujer más temible no es la que está loca sino la que no lo está: la que no se alucina, la que no se la cree, la que sabe que todo sucede en un vacío; la que sabe que necesita fabricarlo todo. Las brujas habitan el desierto. Las brujas no creen en el amor.
Si el galán fuese el capital, esto sería una reflexión sobre el origen de la burguesía: la mala de la telenovela roba un banco y lo funda en el mismo acto bárbaro y náufrago.
La mala de la telenovela es el Robinson Crusoe del amor. Es la que no se tira a la pileta porque sabe que está vacía. Primero debe llenarla. Pero siempre le gana de mano la buena de la telenovela, la que no pregunta y confía en que esté llena y se tira, en el salto al vacío de la fe, y la llena milagrosamente en este sencillo pero emotivo acto.
Final con besos y al galán, en el fondo, le daba lo mismo. Y la bruja muere, al final.
Y los testigos de Giovanni fundan entre todos una secta y se juntan cada domingo a descifrar el texto sagrado de nuestros cuerpos, pero nunca llegan a ninguna conclusión.
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