Sábado, 22 de octubre de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
Las féminas azules: Como una alucinación que deslumbra corren el riesgo darwiniano de extinguirse antes de la segunda cita. Por ello, para su conservación, es recomendable besarlas con la misma delicadeza de un amante de la China del Norte en un relato de Duras.
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Las féminas anfibias: Mutan de los lagrimones de un lagarto a las giganterías de la montaña. Tanto les gustan los cráteres de la luna como la orilla del mar. El beso húmedo como el beso lija. La flor de loto como la plegaria sexual. No les dura hombre y no les dura mujer. No les dura el tiempo en las manos. No les dura el agua en la boca ni el corazón sin latido. No se sabe si es la falta de durabilidad o el hecho de ser flores que miran flor, lo que las rutila.
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Las féminas abisales: Tienen un rostro detrás del propio rostro que navega en las aguas profundas de los espejos y en las corrientes recónditas de los ojos que las miran. Para reconocerlas, es necesaria una gran tarea física y espiritual. Además, confunden la amistad con el amor y esta confusión es importantísima. Formidable.
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Las féminas semifusas: En un balanceo de gaviotas mueven una mano, mueven dos. Sacuden la noche con golpe de tambor. Y en un envolvimiento de piano se colman de una esencia húmeda, sexual, angélica. A veces tienen miedo por ese ser deslumbrado y mecido que son. A veces ese miedo es pura superstición.
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Las féminas nacaradas: Se guardan en esos frascos de pastillas coloridas para dormir la mona que se viste de seda.
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Las féminas guiadas: Las raíces de los árboles salen a caminar de noche para que el mundo siga siendo mundo y nadie se aterre de su andar. En cambio, las féminas guiadas se animan a caminar a cualquier hora, aferradas a quien las guía, y mirarlo todo tranquilamente porque nunca ha pasado por su mente la idea de que el mundo pueda dejar de ser mundo si alguien las conduce. Lejos ha quedado la lectura del Lazarillo de Tormes.
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Las féminas pardas: Sus esfumados reflejos doblan en las esquinas antes que ellas. Suben al ascensor antes que ellas. Entran en la cama antes que ellas. Despiertan vidas vencidas antes que ellas. Y sienten un amor no terrenal dirigido a objetos terrenales. Protegen aquello que reposa en la morada de claridad. Calibran la ternura que hace mover los labios. Ahuyentan las nubes negras con sólo mirarlas. Y todo con una gran discreción, disimuladas en el follaje.
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Las féminas prímulas: Tan delgadas las manos, tan ágiles los pies, tan blancos los redondeados brazos, tan perfectos en sí mismos el cuello, los hombros, la espalda, que uno piensa en los vocablos que saldrán de su boca. En todo lo que tienen en la punta de la lengua.
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Las féminas incendiadas: El brillo extraordinario de estas criaturas codiciadas trae voces de leones que caen y nos transforman en algo anterior al abismo. Al inclinar la cabeza dejan caer las perlas del sueño. Al cerrar los ojos hacen la noche. Al abrir las piernas muestran el alma. Y el alma drena.
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Las féminas imaginarias: Nacidas del encarnado amanecer y de la voluptuosa lluvia, no son seres mágicos ni culpables. Andan por la vida haciéndole frente a la irrealidad de la que los sueños ajenos las han dotado.
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Las féminas pentasilábicas: Son proclives a cuatro besos, siendo más largos el primero, el segundo y el cuarto. El tercero, en cambio, es eterno.
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Las féminas de la luna: Rodeadas de flores negras, beben la vía láctea en sorbos pequeñísimos. Corren la cortina del día y de la noche con movimientos de sirena. Búfalos, dragones y sirvientas, entran en sus delgados cuerpos. Entran por debajo, por donde sólo los amados entran. Nadie sale de ellas porque nadie quiere salir de ellas.
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