CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
"Cien" coreó la ronda cuando salté la soga completando el récord de piruetas; sin embargo, ganar me gusta menos que tener que pagar alguna prenda arriesgada cuando me derrotan, como hurtar higos bajo los bigotes del viejo Romero, electrizada de estómago a corazón. Pero el badajo de las cinco cortó la competencia; arrinconamos la cuerda bajo el malvón y entré a cumplir la hora de llorar. En el cuarto ya esperaba mi hermano Lucas. Le cuesta. Hay que llorar lágrimas verdaderas. Hay que pensar en alguien muerto recientemente, sentir cómo se descompone tu carne, metiéndosete la tierra en tus fosas nasales, tus articulaciones desprendiéndose. Lucas y yo nos arrodillamos en los reclinatorios, cabeza gacha. Madre, jadeando, con espuma del lavado en las manos, llega y ocupa su lugar. "Empecemos". Rechinan los dientes.
"Cualquiera salta cien veces la soga" me descalificó Tomás pero mantuve el reto: "la cuerda la levanto a un metro de altura. Salto más de un metro. Te apuesto diez figuritas fotos de U2;". Lanzado se hallaba el desafío. "¿De dónde sacaste diez fotografías diferentes de ellos?" desconfió Tomás. "Se las gané a otros como vos".
Generalmente Lucas no logra que sus lagrimales suelten una mísera gota durante la hora de llorar. Pone todo de sí, se hinca una espina en la pulpa del muslo y la retuerce. Pero es seco. Una tarde de verano pudo hacer trampa. Hacía más de cuarenta grados en ese ataúd sin ventanas. A madre la venció el sopor y Lucas sacó el frasco de agua que lleva inútilmente en su bolsillo e improvisó babas sobre su mejilla. Esa tarde se salvó de que le aplicaran lo único verdaderamente efectivo que madre ha descubierto para arrancarle un llanto atroz a Lucas y que lo aterra.
Despliego las diez fotografías de mi grupo musical, botín de la puja; le exijo a Tomás que extienda las imágenes que constituirán mi trofeo. Ambos nos damos por conformes y nos estrechamos las manos. ¿Cuándo? Mañana votaremos por el árbitro y fijaremos hora y lugar para la justa. Quedamos prendidos de los dedos como alguna estatua de plaza, pero dándonos cuenta. Cuando Lucrecia Díaz salió en el diario porque durante la hora de llorar había chorreado lágrimas de sangre, no hubo madre que dejara de intentar métodos adecuados para lograrlo de sus hijos, o de ellas mismas. Por la calle circularon rodillas de carne carcomida, brazos con hondos tajos, cabezas rapadas. Sonaron latigazos y flagelaciones voluntarias; a las cinco de esa tarde, mamá llegó con un martillo y clavos, estiró los brazos y le exigió a Lucas que le clavara las manos contra la pared; Lucas era el espanto retratado, yo me tapaba los oídos como podía, pero ella gimió con tanta desesperación que terminó ablandando a mi hermano; bajé la vista la hora entera, y pregunté si era tan grave aquello de lo que teníamos que purificarnos. "Callate", dijo mi madre y sufría dolores y calambres y ese sufrimiento le bajaba una especie de satisfacción; "no satisfacción, éxtasis"; abatía la cabeza apretándose los labios hasta sangrar y me acordé de cuando se colocó la ajustadísima corona de rosas espinosas; algunos puntos rojos gotearon y luego se le secaron sobre sus sienes; cenó así y mi padre la abrazó en su grandeza; yo no alcancé a entender pero ya iba a entenderlo cuando me sometiera a experiencias místicas, rezó madre. Ella se acongoja y su congoja tapa lo que la circunda como el paño negro a un féretro.
Tomás conjetura que debe haber alguna tramoya en la apuesta de las fotos; él no vive en este pueblo, pasa sus vacaciones aquí. Desconoce que me he clasificado campeona de salto en alto en las olimpíadas escolares. Luisa se lo notifica. Pss, desdeña el forastero. Colecciona videos y pósters de U2 y acepta mi desafío. ¿Aunque sea triple campeona de salto en alto? alardea Luisa. Pss, menosprecia él. Atamos la cuerda a dos caños que colocó mi padre para facilitar mi entrenamiento. Pero otra vez dan las cinco. Planto a Tomás, aunque ando hacia atrás, tendiendo un reguerito de miradas entre ambos que forma un camino como el de las migas del cuento. Para que no nos perdamos. Mamá junta las lágrimas en un frasco y mide el progreso del contenido con pocas esperanzas. En San José se llora para lograr una purificación. ¿Purificarnos de qué? Del pesar, de una horrible desgracia que se cometió en la ciudad. ¿Cuándo? Cuando tu abuela iba a la secundaria. ¿Qué? Preguntale a ella. No me lo quiere contar. Ella sabrá lo que hizo. La culpa se esconde, en carne viva, en un secreto que no cicatriza. Cuando mi hermano Lucas alza la cabeza, la claridad del ventiluz delata su cara seca y reseca. No lo logró. Ambos sabemos lo que le espera.
¿Empezamos? Tomás salta treinta y siete veces. Al completar yo mis tres docenas, caigo mal a propósito y me tuerzo un pie. Ya me tiene harta ganar siempre, y, entrenarme para ser campeona como galgos que sí saltan plásticamente, me tiene podrida. Qué me importan esos trofeos de lata. Tomás me alza como un bombero a su rescatada. Me deposita sobre la gramilla y fingimos cotejar fotos de U2 para intercambiar tomas repetidas o besos repetidos entre las yemas de los dedos. Pero suenan las cinco.
En San José se planea juntar tantas lágrimas como para llenar una cisterna, meternos todos y ver si se expía la culpa de una vez. No se sabe si sucederá, aunque confiamos en que haya de servir. En los cincuenta años desde que se cometió aquello que desgració a la gente, no se han cosechado los litros necesarios. Mamá guarda lo que recolecta en el depósito que sigue al cuarto de llorar, detrás de la puerta cerrada con llave. Junto a todo lo otro que deposita detrás de la puerta cerrada con llave. Cuando Lucas no puede llorar, mamá abre la puerta del depósito para que entre Lucas, y acerroja la puerta diciéndole a mi hermano: hasta mañana querido, portate bien. Tengo que apretarme los oídos porque la congoja de mi hermano y sus penas cubren la casa entera como paladas de ceniza.
"¿Qué hacen todos a las cinco?" Tomás abre un paquete de chicles. No se debe comentar esa hora con extraños. "Oramos", digo. "¿Todo el pueblo?" "Jujúm". Nos ponemos el mismo chicle estirado entre nuestras bocas. Unos dos centímetros de chicle. Lo vamos comiendo. "No te veo tan religiosa". "Claro que no, pavo, es una costumbre". Ya cumplí catorce años, le digo a Tomás. Nos apretamos fuerte.
El único que no se encierra a las cinco es Girondo, que supo ser qué zapatero, dicen. El sabe. Todos los chicos y jóvenes y los viejos que ignoran qué pasó aquí para que debamos purificarnos saben que Girondo sabe. Una pasa de lejos y ve la casa. Le dicen el loco de los perros porque junta perros vagabundos. Vive de lo que cultiva en su huerto. Una pasa lejos y si lo ve al loco, corre. Pero la cuerda que voy saltando describe un meridiano que roza su arboleda y grita "buenas tardes", y mañana dice, "cómo le va" al hombre con la azada, y pasado escupo el "¿por qué? ¿qué pasó en San José?" Lo que me cuenta Girondo: En junio de 1955, la gente del pueblo prendió fuego a la iglesia de San José, con Jesús y la Virgen adentro, y un escapulario bendito; el sacerdote pudo escapar por un pelo, chamuscado. Incineraron imágenes sacras. Lo "más" sagrado. Quemaron a Dios. Fueron peronistas. A las tres de la tarde". Yo me aprieto la boca. He escuchado. La cuerda me aleja saltando.
Girondo aplica su azada sobre la tierra; no sé si volveré. Azuzan las luchas del `55, mueven el brazo con que mi abuela arroja teas contra el altar. "¿Por qué abuela?" Por primera vez, la boca dura de ella accede a largar unas palabras: "no me arrepiento en absoluto". Y me pone caricias en la mano. A las cinco arrastro los pies hacia el cuarto del llanto; no me brota una lágrima. Madre me castiga junto a Lucas y nos encierra detrás de la puerta donde la luz que se va entornando permite descubrir huesos descarnados, fotos de cada miembro de la familia iguales a las que hay en las lápidas del cementerio, el cajón con la nena a la que se llevó la diarrea apenas nacida y a la que madre se negó a enterrar. Le tomo las manos a Lucas. Charlo; de amores, de Tomás, de la morena con la que él noviaría si se atreviera y nos vamos adormeciendo como si resonara el agua en la casa del río y el agua nos bañara y nos llevara sobre una canoa. Pero no lloramos. No volvemos a llorar.
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