CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
Me dijeron que Ana ha muerto. Hace unas horas en un accidente de tren. Me lo dijeron así, de repente, ante el umbral de mi puerta, cuando estaba por entrar. Tuve la sensación de un vahído que por suerte no se produjo... no sé por qué, tal vez porque se agolpó el recuerdo del tiempo en que vivimos juntos, pero hacía tanto, que parecía raro. Tal vez, me percataba en un instante, que ahora su vivencia dependía de mí... y que un nuevo fantasma me acompañaría. Casi sin quererlo, decidí volver sobre mis pasos, sin saber bien por qué, aunque con la rara sensación de que las cuadras se transformaban en un pasaje subrepticio y extraño, pese a que 9 de Julio era la de siempre y su final, el mismo: el parque de la Ancianidad, las barrancas de la costanera y el río. Sólo que era como si algo le sobrase, algo que no podía precisar y que era el motivo por el cual su aspecto hubiese cobrado una atmósfera imposible de definir, como suele suceder con las vivencias inefables... La sensación era contradictoria ya que todo a mi alrededor se expandía y al mismo tiempo se deformaba a través de una fisura instaurada en un espacio y tiempo imprevisibles, donde mi presencia vacilaba ante el desconcierto... mi propio y doble desconcierto extraviado en la consistencia de la angustia que deletreaba la escritura irremediable del destino.
Como siempre, como lo hacía desde antes, saqué el borrador de mi mochila y garabateé unas frases: escribir aquello que se engendra para que lo increado antes de nacer sepulte al silencio. Tal vez, a pesar de lo absurdo, recuperar la imagen de Ana me parecía un deber, puesto que, a pesar de todos esos años de doloroso alejamiento, me percataba de que Ana estaba muerta sin estarlo para mí. De muchos modos y sin que yo lo advirtiese aparecía algo de ella en otros gestos, incluso en circunstancias triviales y hasta inadvertidas que ahora parecían renacer y cobrar una nitidez insospechada. Para colmo, a medida que desandaba el trayecto, me percaté que penetraba en otro espacio, pero sin dejar el habitual. Era algo así como que el mundo se desdoblaba en el mundo que alguna vez yo había habitado, el barrio de mi infancia, el cine Apolo, el Colegio Nacional, que seguía estando donde estaba pero revestidos con la melancolía que evocaba mi adolescencia llena de ineptitud e incluso de desesperanza.
En un momento me detuve, unos chicos salían y tuve la impresión temerosa y completamente absurda de que uno de ellos era yo mismo, habitando en la evanescente consistencia del pasado, que persistía allí, a expensas de los cambios y las mutaciones que devienen en un instante presente. La sensación, incluso la convicción de mi creencia, me llevó a detener a un transeúnte con el pretexto de pedirle la hora, para corroborar si todo no era más que un sueño. El hombre se disculpó y esa disculpa motivó aún más mi incertidumbre y lo que comenzaba a ser mi zozobra. Un antes y un después concentrándose en el puro presente, a cada instante, escandiendo el ritmo de mis pasos que me detuvieron ante la noticia de un televisor que destacaba la tragedia, detrás de una vidriera. "La mayoría eran rosarinos que viajaban a Buenos Aires", difundían los títulos, inscribiendo trivialmente un sesgo del destino con su pesada carga de fatalidad, en el seno del enigma. En ese momento, tal vez para contrarrestar mi malestar, me dejé deslizar con una idea, una idea estúpida e incluso pueril, pero al fin de cuentas, una idea que daba vueltas sobre mi espalda anudando el sentido que le adjudicamos a los hechos irreverentes pero estrictamente reales, que no soportamos: ¿Iría yo también en ese tren? ¿Me habrá pensado Ana en sus últimos momentos? Nuestra pasión había sido intensa y ella caminaba sobre mí, indagando en mis recuerdos a una mujer de mi pasado, que perforó su corazón y mis pensamientos, con un disparo... ¿Cuántas veces había visto yo en la cúspide de su goce, el viso de tragedia que destacaba el hastío brillante en sus pupilas? Muchas... Nada me alcanza, dijo... y esa vez nos separamos. Y fue en el estallido volátil de ese puro presente, brutalmente encerrado en la crudeza del instante que desgañitaba mi esperanza, donde reprimí el llanto que ascendía desde mis ojos...
Sin darme cuenta siquiera, me topé con la barranca y accedí a los muelles y el río, con el deseo de bordear la otra orilla. Me detuve aspirando la fragancia de la tarde irradiando su influjo que me daba un respiro, librándome parcialmente de la extrañeza que me acechaba, para regresar a mi mundo, puesto que todo el paisaje, y todo mi conocimiento del mismo, se obstinaba en trastabillar. Sumergido en lo indeterminable, no me atrevía a ser yo, sacudiendo de mí mismo lo habitable. Tal vez, me dije, todo precisa ser continuamente creado y el vacío del espacio y la ubicuidad del tiempo contraen convulsivamente al destino para orientar la resurrección permanente del sendero extraviado, en el desconsuelo de saber... o tan solo, sentir el descenso ofrecido como un sacrificio.
En ese momento, me senté en uno de los bancos del puerto. La hoja de un árbol abatió el recuerdo que llegó con una intensidad inusual, desacostumbrada, y con él, el momento en que Ana decidió alejarse envuelta en el pudor de su decisión y un dejo de tristeza indulgente que proyectaba su mirada. La calidez envolvente de su voz retornó a mis oídos, incluso un llamado tormentoso ante una de mis tantas desidias, hasta que, como antes, me quedé dormido y soñé verla caminando hacia mí, silenciosa y con un gesto abatido con el que solía revelar su profundo cansancio. Como tantas otras veces, la miré sin poder transmitirle mi mortal confusión, la extraña circunstancia de su muerte, que en el sueño desmentía la inútil acumulación de pasado. En un intermedio de nuestros silencios se levantó y se dirigió hacia la explanada.
Después de un momento de vacilación, incluso de temor, caminé o corrí hacia ella como se camina o se corre en el pasadizo de los sueños, fui tras de su espalda tratando de gritar su nombre y de lo que en él yacía sumergido para preguntarle algo, sin saber bien qué... algo que se agazapaba desde siempre en el espiral de mi memoria. Corrí tras de ella, fugitiva como antes hacia el espacio del ensueño, fugitiva y evanescente y encerrada en el propio corazón que curvaba de ceguera mi mirada. Ilusoriamente creía haber ganado el poder de transgredir los límites y acceder a la reparación que me proponía la bifurcación del tiempo que ahora se desdecía en un espacio, por lo menos doble, que yo recorría simultáneamente...
En la ladera descendiente del muelle me tendí y me dejé sobreponer por la disposición de una imagen puntualmente retomada, virtualmente fundada sobre la fluidez del río y la porción del mismo que enfrentaba mi mirada, donde Ana y yo, enlazados en el seno del agua, en el remanso de los sentidos colmados de plenitud, desdecíamos displicentes la certeza de que todo cambia. El olor de su cuerpo retornó y sentí que algo deseado se había perdido en la desazón de la pérdida; algo dejado de lado en la sucesión tumultuosa de los encuentros que no saben sentirse como una última vez... Por eso, por eso o el olor de su cuerpo que parecía ascender y confundirse con el olor de la gramilla, deseé con una intensidad inesperada y aplastante sobre la imposibilidad del momento, que Ana retornase, que volviese a caminar a mi lado para poder decirle lo que ahora quería, casi llegué a implorarlo en voz alta como si pudiese rasgar la tiniebla mortal de lo imposible... Entonces, sólo entonces, como si algo de la cualidad superase la falta de convicción de mis sentidos la vi. La vi y ella me miró y la miré, suspendido en el asombro como un abejorro en el letargo de su vuelo. Estaba allí, increíblemente presente y bellamente actual, como si lo imposible hubiese cedido por primera vez a mi deseo... "¿Qué, no lo podés creer? --me dijo--. Después de todo, nuestros hábitos son los mismos... Apenas te vi en el banco del muelle, supe que eras vos... Tuve la extraña sensación de caminar en el pasado...".
"El pasado siempre camina con nosotros", tuve ganas de decirle, pero callé...
Como si fuese una extraña, como si no tuviese la confianza necesaria para comentarle lo que me había acontecido, sólo atiné a sonreírme y caminar a su lado remontando la explanada y la hora de la tarde que progresiva nos cercaba... Ella mencionó la casualidad de haber suspendido el viaje de los viernes y haber decidido, inusual en su caso, tomarse el día libre... En ese momento, algo indefinido me impidió continuar... y ahora creo que fue la voz de ella, persistente y real, sobre todo real y minuciosamente retomada junto a su mundo y su vacío, que ahora y quién sabe por cuánto, se superpondrían al mío, un mundo sobre otros, una determinación sobre otras, incluso sobre lo indeterminable cuya llave se cerraba sobre mí mismo para acallar el eterno silencio que siempre me asediaba.
No sé cuanto tiempo pasó en esos instantes, pero de repente, atraído por el brillo de las hojas donde el leve resplandor de la tarde rectificaba mis sentidos, decidí que partiría. Rehusé con un débil pretexto su invitación a un café y me fui contrariando las calles que volvieron a ser las de siempre, hasta perderme entre tanta costumbre por la avenida costanera.
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