Sáb 05.11.2011
rosario

CONTRATAPA

Dios cuántico

› Por Miriam Cairo

Qué cálido anochecer. A las siete de la tarde salen los feligreses de la iglesia principal de una vieja ciudad de provincia, en busca de sus autos estacionados alrededor de la plaza. Todos reparten pulcras propinas a los lavadores de coches y los muchachos sucios agradecen con enormes sonrisas la caridad cristiana. Es divertido. La misericordia del automovilista viene de golpe, como la ira.

Al unísono, el señor obispo se retira a jugar a los novios con las dos feligresas herbívoras. Le toca los pechos a la morena y los sorbe un poco. ¡Riquísimo! La otra feligresa saca su tetita blanca y el señor cura bebe también. A veces una de las feligresas juega a ser hombre sagrado y se ve obligada a agarrarse del respaldo de la silla. Mediante breves giros y lentas oscilaciones lo íntimo queda al descubierto como una bombacha azul.

Los lavadores de autos mueven la boca. De sus dientes irregulares se filtran cumbias con letras de amor. Un fantasma se esconde entre los árboles y mueve las hojas fingiendo ser el viento. En las luces de la calle revolotean los ángeles fingiendo ser bichos de la luz. Dios está parado sobre el campanario con las piernas separadas y las manos en las caderas observando todo. Es como una vista panorámica de una casa de muñecas quarks. Entre dientes rapea: "Más queremos más tenemos".

Tan pronto como los cristianos se marchan en sus autos los anticristianos estacionan alrededor de la plaza para que los muchachos sucios les dejen los autos limpios mientras beben una cerveza dorada como el sol y Dios pierde por un momento la sensibilidad en los brazos. Los anticristianos pagan con Master Card y guardan las monedas para los lavacoches. Los pibes de Emanero verían en esto una de tantas versiones de la justicia social.

Sobre el campanario, Dios, con la voluntad extendida, dispuesto a afrontar los vientos y las mareas, las invasiones tártaras y la inflación, extiende por el mundo preguntas sin respuestas. El cielo no queda cerca ni lejos de la tierra. La noche no queda cerca ni lejos del día. El sexo no queda cerca ni lejos del amor. Dios es un ser cada vez más complejo.

Mientras mira el mundo que El mismo ha creado, recuerda a un niño al que todos llamaban Dios y al que le atribuyeron poderes y dominios. El niño tenía otros planes para su futuro: estudiar, trabajar, conocer el amor. Llegó a los veintidós durmiendo mal. Algo le urgía y algo lo estancaba. Pensaba sobre todo en el amor, entonces soñó que sería un obispo con dos feligresas. Pero los sueños de un Dios, está visto, no se cumplen. Pavese se suicidó.

Allá abajo el monseñor y las monseñoras nadan por la nave como potros. Atados y reconstituidos como están, no es reconocible un solo músculo, un solo hueso. El rostro de una feligresa asoma entre las piernas de la otra y el obispo tira el ligue de la liga que se engancha. Magdalenas y querubines abren el estuche fruncido de la estrechez. Dios ha enloquecido: bendice las extremas maniobras del amor.

Desde el campanario coloca una mano sobre la frente y otea. Sus ojos llegan hasta Oriente: un hombre chino besa a una mujer china. Mira hacia el otro lado y ve la Angola desnuda sobre el estuario del Congo. Sube la mirada y penetra en los desnudos besos salvadoreños, luego baja hasta los besos antárticos y dobla hacia los besos turcos. Cruza de los besos balcánicos a los besos bengalíes y se detiene especialmente en los mares de Irlanda para soñar los besos del hombre que sueña y escribe. Luego vuelve a mirar bajo sus pies raperos.

El obispo se lleva a las feligresas detrás del altar antes de que sea muy tarde. Con una rapidez de palomas vuelan al escondite. El obispo tiene dientes filosos. Mordisquea haciendo el daño justo como sólo sabe hacerlo un hombre justo. Las feligresas son rápidas y tienen uñas blancas. Son adivinas. No hace falta que el obispo pida para que ellas hagan. Agitan las manos de novias. El obispo se pone en los dedos cuatro anillos. Seis, contando las arandelas de la boca. Una dice, vamos, vamos rápido señor antes de que suenen las campanas. Y los tres juntos se van al cielo. Luego, con ojitos llenos de emoción se persignan y salen corriendo.

Qué cálido atardecer. Más arriba de Dios giran los astros invisibles. Lanzaderas o ángeles o lavadores de coches reparan el espacio borrado entre los hombres.

[email protected]

(Versión para móviles / versión de escritorio)

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS rss
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux