CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortíz
Esta es la tercera vez que intento escribir este artículo que estaba casi terminado. Las dos veces anteriores se borró. Es probable que se trate de que como la osteoporosis me ha desviado un tanto los dedos de la mano es posible que en lugar de apretar la tecla que deseo, mis dedos aprietan otra. Digamos que en lugar de la m mis dedos buscan la q o algo por el estilo. Pero mi amigo Hércules Poirot me dice que lo mío es una solución simplista. Que en realidad debería preguntarme si las computadoras se encuentran manejadas por Dios o por el Diablo. Si se trata de Dios prestaré atención al mensaje y comenzaré de nuevo el artículo. Si es el Diablo no tengo por qué hacerle caso. No creo que el Diablo tenga preocupación alguna por mi alma un tanto perdida. Además porque el Diablo es un buen lector y sabe bien cómo son las cosas. Es decir, como escribía Peguy, si uno no es bueno para el pecado tampoco lo es para la gracia. Se --o creo saber--, que soy bueno para el pecado, pero ignoro si lo seré para la gracia y creo que ni tengo derecho a hacerme esa pregunta.
Tal vez, entonces, podría decir que si no se trata del amigo Satanás y tampoco de Dios, podría tratarse de esos ángeles guardianes que se ocupan de nosotros. Buscaré un equilibrio para estas líneas.
Algunas mañanas me despierto y siento algo más parecido a la tristeza que a la pesadumbre, y lo que observo o pienso es que parezco darme cuenta en esas mañanas que las cosas, diría todas las cosas que forman o formaron mi mundo, se van alejando cada vez más. O tal vez se trata de que soy yo el que percibe esa distancia al no poder alcanzarlas.
No puedo caminar con rapidez, tampoco mis brazos llegan demasiado lejos en sus intentos de lo que desean tocar. Y esas cosas que se van alejando con los años son justamente las cosas que más amo, en realidad que siempre amé y nunca deje de amar.
La sensación no es para nada agradable, pero tampoco es demasiado terrible. Cuando se siente algo así pienso que se trata de una iluminación, tal vez de un satori o de una epifanía. Son esas cosas que suelen ocurrir, pero no demasiado, cuando se quiere escribir un poema.
Un amigo muy querido, que se fue, me decía que la ancianidad es comprender que la vida pasa frente a nosotros, digamos que por la vereda de enfrente, pero que nosotros no podemos ni aproximarnos al cordón de eso que aparentemente se encuentra tan cerca.
Sin embargo deberíamos estar más que agradecidos por las cosas que nos han ido pasando en los 76 años que tenemos. De joven pensaba que tenía que morirme sacando un promedio de la edad en la que murieron mis dos abuelos. El materno llegó hasta los 98 años y el paterno un poco más de los 80. El promedio me dice que debería morirme a los 87 años, pero por cierto que mientras los años van galopando sin que pueda montarme al caballo, cada vez me parece que a los 87 años se es demasiado joven. El espejo y la gente en general me demuestran que no es así de ninguna manera, pero soñar un poco no cuesta nada.
Pero hablé de la tristeza que por mi parte y siguiendo el consejo de un humorista hay que cultivar de pequeña y cuidarla que no se nos enferme. La mía se encuentra sana y gordita pero cada vez es una tristeza más triste.
No debo quejarme, mi ángel guardián, que se llama Archibaldo y se parece al ángel de Qué bello es vivir, me dice que he tenido la suerte de conocer el amor y seguir conociéndolo ahora. Mis hijos son muchos y muchos son mis nietos, y son ellos lo que me ayudan a comprender lo que es el amor.
Y por cierto los amigos. Pero en este caso podría decir que muchos de ellos ya no están. A todos los recuerdo con particular cariño y cuando pienso en ellos mi memoria me traslada a esos tiempos distantes en que compartimos tantas cosas.
Gustavito Antelo y Felipe Rodríguez Araya fueron mis primeros amigos que tuve cuando iba al Mariano Moreno. Los dos murieron. Felipe vilmente asesinado. Con el Viejo Fierro y Gato Maderna llegamos a celebrar con una cena sesenta años de amistad, pero los dos tuvieron la mala idea de mandarse a mudar tempranamente. Con Posadas y Suriani hicimos el programa de radio que me ha dejado mejores recuerdos, Cara a Cara, que salía en las primeras horas de la tarde por LT8. Ya se fue Gonzalo Linares y también tres de sus hermanos. Vacíos difíciles de llenar.
De los poetas que fui conociendo a través del tiempo se fueron yendo unos cuantos: Harvey, Aldo Oliva, Paruzzo, Horacio Correas, Diógenes Hernández, José Peire, Horacio José Lencina, Calgaro, Juan Manuel Inchauspe, Raúl Gustavo Aguirre entre otros cuantos de los cuales hablaré en otra ocasión. Y de mis maestros para el oficio de vivir se fueron y los extraño mucho Jorge Vila Ortíz y Rubén de la Colina.
Todavía está Cristián Hernández Larguía, con sus flamantes noventa años, pero lo veo poco, cada vez menos.
Debo tratar de ser sincero. ¿Por qué es que las cosas toman esa distancia que me aflige? Por mi culpa, cada vez salgo menos, no voy a casi ninguno de los actos que me invitan o que podría ir sin problemas, pero dejo constancia que mi actitud fue la misma desde que me acuerdo.
También a quien tuve por mis maestros allá por el 58 en el diario partieron todos. Entre ellos Gardelli y Diógenes Hernández a quienes les gustaba trabajar en la pequeña oficina del suplemento.
Pasé algunos momentos difíciles, pero debería olvidarlos. A quienes no deseo olvidar, pero los veo con poca frecuencia es a Santiaguito Hintze y al Negro King, cuya lealtad contrastaba con la deslealtad de muchos que consideraba mis amigos.
En estos últimos años gozaba de las cenas abundantes de vino y whiskie con Cristián, Gonzalo Garay, Félix Baltzer y sus respectivas y encantadoras parejas. El mejor de los platos eran las interminables discusiones.
Hablando de esas cenas suelo preguntar qué habrá sido de Mario Hellwig, a quien no veo desde el tiempo del miriñaque.
No soy salidor, pero esas pequeñas reuniones me hacían muy bien. En este momento pienso en una cena con Eduardo D'Anna y su mujer y la algunas noches después un locro con Guillermo Ibáñez y Hugo Diz. Tengo el teléfono a mano, pero me asusta acercarme a él. Por cierto que no uso celular, les tengo una particular antipatía.
Decía, pero ignoro a quien puede interesarle, que guardo papeles en una infinita cantidad de cajas, con cartas y trabajos de Ramón Plaza, de Roberto Santoro, de Daniel Barros, de Marcos Silber y de otros miembros de El Barrilete. Afiches pequeños y grandes, uno de ellos el que hizo hacer Horacio Vargas para el programa de jazz que hacíamos juntos, Gente con Swing.
Al nombrar todas estas cosas y saber que hay muchas más que vienen a mi mente mientras escribo, todas llegan cargadas con el peso de las nostalgias. Pero está bien, creo que me lo merezco. Suelo pasar horas de la madriguera, sabiendo que por mejor ocultas que se encuentren son, como decía Kafka, las más vulnerables.
Un viejo negro de los estados sureños de ese país del norte cada vez más raro, diría que se levantó con el blues y tomaría su guitarra y canta sus tristezas. Un argentino diría que se levantó con la mufa y trataría de borronear los acordes de un tango. Yo encuentro en el Juguete Rabioso los dos tomos de las obras completas de Carlos Mastronardi, una edición estupenda de la UNL y ellas me llevan a los recuerdos de ese poeta a quien tuve la fortuna de estar varias veces con él en esta ciudad.
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