CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
En el aeropuerto, en el tren o en el aula estoy a merced del narrador que me concede en la misma proporción milagros y sacrificios.
A las ocho de la mañana llega el primer cordero, o ángel caído, o verbo no conjugado. Llega con los ojos irritados de haber dormido poco. En este cuento el narrador me asigna el rol secundario para que pueda vivenciar en toda su dimensión la purificación del martirio. Quien asume el rol protagónico del relato, llámese, por ejemplo, Puntos Suspensivos, reparte papeles fotocopiados: en el punto A, dudas hamletianas. En el punto B, preguntas edípicas. En ningún momento A y B se juntan. Son paralelas literarias.
Los Puntos Suspensivos mandan y yo silencio. Porque silencio, el narrador se apiada y deja el cuerpo sentado en el sitio que me ha sido asignado, pero toma con la punta de los dedos el envés del alma y la sube al vaporetto, que me conduce al hotel La Fenice.
Mi amante me espera en la Parada S. Angelo. Se alegra de verme llegar antes del anochecer porque de lo contrario nos pasaríamos horas entre canales, pasajes y escondrijos, prodigando improperios contra el narrador que nos escribe, pues de noche es imposible encontrar el hotel. El ángel caído garabatea en su hoja. El narrador me saca de Venecia y me coloca nuevamente en la silla del aula, a la vez que colma los labios de mi amante con cálidos sorbos de oporto mientras aguarda que regrese a su plano narrativo.
El ángel caído escribe. Mi amante espera. Los Puntos Suspensivos, ajenos a estos menjunjes literarios, me cuentan, en voz baja, la historia de su alumno: hace cuatro años que viene a rendir la misma materia y siempre sale mal. Trabaja para ayudar a la familia. Hace cuatro años que los Puntos Suspensivos les toman el mismo examen y el muchacho no aprueba. (El narrador es un carnicero).
El ángel caído entrega la hoja. Mientras los Puntos Suspensivos leen y se espantan, yo completo con letra de vocal de mesa cada renglón del libro de actas. Negra es la sangre vuelta tinta que se vierte sobre el papel. Con indignación, los Puntos Suspensivos me revelan que el ángel caído ha confundido a Hamlet con Edipo. Si el narrador se apiadara de mí y tuviera a bien traer a mi amante a este plano narrativo, él diría: "¡Joder! ¡El chico tiene razón! ¡El chico no sabe todo lo que sabe, y los Puntos Suspensivos no saben todo lo que no saben!". Pero tengo claro que sacar a mi amante de Venecia y colocarlo entre los pupitres sería una maniobra fraudulenta, inverosímil, para un narrador de su estirpe.
Los Puntos Suspensivos salen del aula. Mi amante me reclama. Llueve mucho, allá, en Venecia. Acá el sol de diciembre brilla como una linterna. Allá suena "Misty" en el piano de Erroll Garner, no sé si en el aire o en la cabeza de mi amante. Acá suenan los tacos negros de los Puntos Suspensivos que regresan al aula y dan el veredicto: uno.
El narrador me asigna el derecho de formular una pregunta: "¿No le das oportunidad en el oral?". "Ya fui a preguntarle y me dijo que no estudió, para qué vamos a perder el tiempo". Con sangre hecha tinta echada a perder, lleno el casillero de las notas: 1 (uno), 1 (uno). Uno. Dentro de un paréntesis me pregunto de dónde les viene a los personajes protagónicos la convicción de su propia sabiduría. De dónde les viene la idea de la ignorancia. Por qué el narrador les ha hecho a ellos parcelas tan bien delimitadas de lo que es y de lo que no es, y en cambio, a mí me ha encomendado el revoltijo de las vinculaciones, el recóndito y difícil mar interpretativo, el inmensurable territorio de los posibles, los otros criterios. Cierro el paréntesis de mis cavilaciones y firmo.
Más temprano que tarde, el narrador deja mi rol letárgico en el cadalso escolar y transporta mi vitalidad al cuarto de La Fenice. Dice mi amante que "Misty" tiene el poder de tapar los agujeros del infierno. Yo lo admiro por eso. Dice que estamos en un lugar donde la lluvia inunda lo imposible. Yo lo amo por eso. Dice algo sobre "il camparino" que me hace reír y dice que dos ríen más que uno. Yo brindo por eso. Dice, en Pavoda, ante el Giotto, que el beso de Eva y Adán es el primer beso humano y yo levito por eso. Mientras él dice y besa, "Misty" suena en la cabeza del narrador que se embriaga y nos escribe en todos los planos sensitivos.
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