CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
No sólo por el sándwich y la Bidu Cola que me ligaba por las tardes después de hacer la tarea me gustaba visitar al rusito, su casa estaba detrás de un viejo almacén que su abuelo polaco, cansado de adoquinar calles decidió abrir un día en la esquina de Crespo y San Luis. El tiempo lo había convertido en un lugar mágico, su mezcla de olores, su mostrador gastado de ambos lados, uno por los clientes, el otro por los spaghetti que se cortaban con el borde, sus pesados escaparates de vidrio para guardar caramelos, fideos, galletitas, todo suelto, todo por kilo, yerba, azúcar, jabón, harina de maíz, café.
Su rincón más oscuro y húmedo estaba ocupado por una mesa y una silla de maderas plegables con un sólo fin, un parroquiano que aparecía de la nada a media mañana en su vieja bicicleta la apoyaba sobre la columna como quien ata su caballo a un palenque y ocupaba su lugar, que al igual que los bancos de la San Miguel, tenía su apellido grabado por él mismo en uno de sus laterales, Del Valle.
Nunca se lo vio comer, sólo tomaba cerveza negra, cuando su sabor estaba cerca del desencuentro, su envase era una réplica del viejo porrón de barro, estaba en vías de extinción como la ginebra, lejos de la moda, lejos de la publicidad y la mujer sólo la probaba en público rebajándola con naranja, este hombre pequeño y frágil tomaba tupido.
La señora del doctor Ferrer, asidua concurrente a la iglesia de Jesucristo de los últimos días, era una de las pocas que pagaban en efectivo, no tenía esa enorme libreta negra que delataba cuando iban a hacer los mandados las demás mujeres del barrio, eso le daba cierta impunidad para sus comentarios y la razón, aunque no la pidiera. La única vez que el almacenero le contestó fue cuando preguntó con ironía: ¿No vino el sediento, todavía?
"Para algunos es un borracho, para otros un vago y mal entretenido, pero para mí es un poeta, y no conozco poeta abstemio, aunque debo confesar que no leí a ningún mormón todavía", replicó Milicic para defender a su cliente.
Quizás porque todos sabían lo que iba a tomar, o tal vez por ser un distinto, nunca pronunció ni el nombre del producto, ni su marca, sino que lo pedía según su estado de ánimo. Así, cuando gritaba "un porrón de coraje", todos se preparaban para discutir por cualquier cosa, cuando decía "una botella de olvido", junto con el pedido, el mozo le llevaba un pedazo de papel y un lápiz, como quien lleva un platito con ingredientes, porque sabía que ese día se le iba a dar por escribir algún poema, que generalmente rompía pero que en ocasiones doblaba con cuidado antes de guardarlo en el fondo de su largo bolsillo. En una de esas ocasiones mi confianza de niño le llegó a preguntar que era lo que había escrito. "Un manco se tiró al río,/ mientras un ciego lo miraba/ y un mudo le dijo al sordo/ ¡mirá el manco como nada!", me contestó para enseñarme dos cosas, una que el humor también sirve para contestar cuando uno no quiere hacerlo y la otra fue ese verso que lo llevo grabado hasta el día de hoy.
Muy pocas veces tomaba sólo una cerveza, coincidía cuando la pedía como un trago de felicidad, decía que duraba igual que lo que dura el tema de Palito Ortega, y que era similar a la gripe, que como venía se iba, y que si uno la podía pasar en cama con piernas suaves mejor, pero que sino se iba igual de rápido, que no había que asustarse.
Una mañana lluviosa, con el codo apoyado en la mesa, levantando sólo el antebrazo y con el índice paralelo a su sien, dijo "un porrón de eternidad". Yo mismo se lo llevé y otra vez no pude con mi curiosidad: "Don Del Valle, ¿Qué es la eternidad?".
Después de saborear el primer vaso me dijo: "La eternidad bien pudiera/ ser un río solamente/ ser un caballo olvidado/ y el zureo de una paloma perdida/. Coincido con Alberti, pero tenés que saber que es sólo una palabra y uno la llena como quiere, por ejemplo, para vos una eternidad debe ser lo que falta para que terminen las clases".
La Mary producía silencios, detenía el tiempo, cortaba el aire y los diálogos de los hombres, su presencia no generaba nostalgia ni recuerdo alguno, no había que imaginar nada al verla, sólo mirarla. No se sabía mucho sobre ella, sólo que estaba casada con un hombre tan celoso como violento, integrante de la policía federal, y que alguien en el barrio le había puesto Ketchun como apodo.
No fue la única sorprendida esa mañana, todos quedamos sin palabras cuando al entrar al almacén una voz grave y profunda sonó con palabras de Neruda: "Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega".
Cuatro trompadas fueron las que tardó el polaco en interponerse entre Ketchun y su amigo, quien levantándose entre latas de biscochos Campeones alcanzó a decir "estás equivocado, no te pertenece, es polvo de estrellas, le pertenece al universo, es parte del mundo, forma parte de la eternidad".
Muy confundido, el agresor cambió de víctima, amenazando al almacenero, "esto es una cueva de borrachos, te lo voy a clausurar, te lo juro", gritó antes de irse.
El poeta no quiso ni hacer la denuncia ni asistir al Centenario, sólo aceptó la ayuda de don Gerardo quien cargó la bicicleta en su Rastrojero y lo llevo hasta la casa.
Corrí por la vereda de los números pares de la calle Crespo, a la par del taxi carga, sabía que no iba a volver, que no iba a comprometer a su amigo, que iba a buscar otro valle para descansar y calmar su sed de caminante. Por su parte, no me quiso mirar sólo levantó su puño derecho a modo de saludo al doblar calle San Juan.
Es curioso, pero cuando pienso en todo esto me parece que fue ayer, más cuando lo recuerdo, cuando lo paso otra vez por el corazón, se me hace que pasó una eternidad.
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