Lunes, 16 de enero de 2012 | Hoy
Por Natalia Massei
I.
Un hombre en calzoncillos plumerea los muebles del living a media luz. Sobre el pecho le cuelga una cadena dorada. Entra ella y enciende las luces. Una mujer robusta de cabello recogido, vestida con remera negra ceñida y short del mismo color. La medianoche ha pasado hace rato. En la penumbra, comenzó el 24 de diciembre.
Mueven los muebles y los cubren con sábanas blancas. Barren. La mujer descuelga un cuadro de la pared y lo lleva a otra habitación. Quedan en el muro dos marcos de madera con fondo blanco. Sólo fondo.
Una nena en pijama rosa aparece y revolotea entre ellos. Con frecuencia se recuesta en uno de los sillones, sobre la sábana. Más tarde aparece otra, un poco mayor, cuyo pijama es de color violeta. Por último, una tercera de blanco, adolescente. A esta altura, todos entraron y salieron de escena varias veces. Cuando llega la chica de blanco, la mujer frota el piso con un trapo. La adolescente es la única que no participa de las tareas de limpieza. El paño mojado se va cerniendo a un radio cada vez más pequeño hasta concentrarse en un solo lugar, alrededor del cual todos ellos se han agrupado en círculo y han fijado la mirada. La imagen no es exacta pero ayuda a comprender lo esencial: la idea de centro, foco de atención. El movimiento de los hombros, los brazos, el palo, el trapo de piso, se acota a un punto y se intensifica. La mujer friega sin despegar los ojos del foco. Cada tanto todos se miran como lo hacen los miembros de un equipo que trabaja en la resolución de un problema. La mujer apoya el palo sobre la pared y se arrodilla, dejando ver sólo el rodete que anuda su cabello desalineado en una oscilación maquinal al ritmo del fregado. El hombre desaparece un momento y luego vuelve. Con las manos apoyadas en la cintura, observa. Las niñas se arrodillan a su vez para contemplar de cerca. La noche avanza y las luces siguen encendidas en todas las habitaciones. Una iluminación blanca y poderosa les permite escrutar sin descanso lo que nosotros no vemos. Alrededor, persianas bajas, oscuridad y quietud.
La interrupción de la música trae hasta la terraza el eco de algunas palabras aisladas. Susana escucha INOCENTE; Maxi escucha HEIDEGGER. El problema no es la verdad sino el lenguaje.
II.
Duermo tres horas y me despierta una nena que se mete en mi cama y pide chocolatada. La temperatura ha bajado bruscamente. Me coloco una inyección en un pliegue del abdomen. Las aplicaciones repetidas me producen hematomas azules. Mientras los cuento y analizo con los dedos, pienso que no tengo ropa apropiada para una noche fresca. Mis prendas de media estación no se adaptan al peso que he adquirido en los últimos meses. La noche anterior me había jactado de haber resuelto las compras navideñas con anticipación, pero los vaivenes del clima echan por la borda mi previsión. Le pido a mi marido que me acompañe al shopping después de almorzar. Me gustaría que me ayude a elegir algo lindo para ponerme en Nochebuena. Es difícil comprar ropa para un cuerpo que no conozco. Accede con desgano.
En el shopping, Pablo acomoda su mejor cara de orto y no la modifica ante ningún intento de conversación amable. Mi hija lloriquea y tironea el brazo que la sostiene en dirección a los juegos infantiles.
- ¡Mirá cómo elegís pasar el día de...!
- Andate a la mierda, no sos capaz de tener un gesto. Vamos, dejá, no me compro nada. ¡Pero qué basura!... ¡Una cosa que te pido?!
- ¡Basta! ¡No se peleen!
- ¡Mirá! ¡Papá Noel! ¿Te querés sacar una foto?
- ¡Tengo hambre!
En Starbucks pedimos muffin de chocolate, scones de pasas de uva y budín marmolado.
- Pago yo.
- No, dejá, pago yo.
- Pago yo.
Busco mesa en el patio mientras paga él. El muffin es tan grande como la cara de mi hija. Da dos mordiscos y dice que se va a jugar con la naturaleza. Hace equilibrio en el borde de unos maceteros de cemento. Pablo viene con un café latte servido en un vaso de papel del tamaño de un termo. Me disculpo por el exabrupto y los insultos. Doy un sorbo a su café dulcísimo. Me dice que, ya que estamos ahí, me compre algo así podemos volver a casa y dormir la siesta.
Sigo recorriendo locales. Mientras me pruebo la ropa, ellos esperan afuera. Si algo me gusta, le aviso a Pablo por SMS. Elijo una remera negra que no combina con el pantalón que pensaba usar a la noche. Es tarde y estoy cansada, la llevo junto con un saquito básico, también de color negro.
Para la cena elijo una musculosa de modal de la temporada anterior que combino con el saco de hilo recién comprado. La remera negra permanece en su bolsa con la etiqueta puesta.
Cenamos tarde para amortiguar la ansiedad de los chicos por abrir sus regalos. Comemos pionono de jamón y queso y pavita rellena con puré de manzanas. De postre brownie con helado y budines caseros. A todos nos parece que este año la pavita estuvo mucho más rica y coincidimos en que debió ser por el clima fresco. A las doce abrimos los regalos y tomamos lemon-champ. Entre el barullo de niños y perros suenan las copas.
III.
Volvemos en taxi, de madrugada, adormilados en el asiento trasero. El auto avanza despacio, descansando en la calle vacía. Un silencio parecido al de la noche anterior nos arrulla. Antes de cerrar los ojos, absorbo una última imagen efímera: una espalda en camisa celeste, la nuca, el cabello negro bien recortado, la montura gruesa de un par de anteojos asomando detrás de las orejas. La espalda de un hombre, a través de un cristal color ámbar, sola en la planta baja de un edificio de oficinas comerciales. El hombre del otro lado de la espalda mira, tal vez, las filas de escritorios vacíos con los brazos cruzados. Las hileras de tubos fluorescentes apagados. Todo iluminado por el resplandor del alumbrado público. Quizás recibió y envió mensajes de texto intercambiando saludos navideños. Quizás alguien se acercó a brindar con él si la empresa lo permite en su horario de trabajo y luego se retiró. Quién sabe.
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