CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
La historia es como el juego infantil de mirar las nubes -le dijo él, uno encuentra lo que quiere ver. El cielo estaba cubierto por una sábana gris de frío y luz ceniza, entonces lo dicho fue más certero aún, porque la historia se va enturbiando aun más con las miradas. Se dirigió a ella tras discutir en el almuerzo con la directora. Ella esperó que se alejara, que ya no le fijara los ojos en los suyos -los sostenía persistente, para poder mirar hacia arriba y encontrar alguna forma de nubes que ella no deseara, pero era imposible jugarlo así -pensó, porque las formas van a cambiar según la vista; la de ella, la de él, la de cualquiera. Y además estaba nublado.
La directora se llamaba Esther, era de Cruz Alta, del mismo colegio en donde ella dictaba clases de Formación Moral y Cívica. Él Isauro, nombre difícil de olvidar, maestro de grado de una escuela de Casilda que visitaba la zona. Se habían encontrado con los colectivos repletos de chicos en San José de la Esquina; la primera parada fue el fortín rearmado de piso de barro que guardaba una virgen; según el relato de los representantes comunales, había sido rescatada de una toldería por un cristiano a mediados del siglo diecinueve.
Cuando dijo "lo que queremos ver" se refería a que se podían forzar las formas de las nubes, a nivel consciente si era preciso. Bastaba que a uno le gustaran los contornos de los continentes, los dibujos de animales, las olas de los mares, las caras. Con la historia lo mismo. Por eso Esther insistía en que Santiago de Liniers era un prócer. Había empezado con el discurso solemne ya arriba del colectivo de su escuela, antes y después de llegar a Cruz Alta con los invitados. No lo decía, no lo afirmaba con las palabras que podrían haber sido claras e inequívocas, sólo se podía leerlo en la exaltación de su mirada cuando hablaba del fusilamiento en Los Surgentes, de la tumba improvisada por el cura de la iglesia, el único que había sobrevivido a la furia de los jacobinos. Ni hablar cuando llegaron al lugar histórico, con cruces blancas sostenidas por alambres a la tierra y una placa rubricada en bronce por un intendente.
Isauro lo discutió, primero de una forma velada, con el respeto del visitante ante la opinión del dueño de casa. Acaso comprendía que para ellos había otro orgullo además de la playa sobre el río Carcarañá: el solar de Cruz Alta (siempre decían solar cuando se referían a la tumba vacía) en donde habían descansado los restos del ex Virrey, héroe contra los invasores ingleses. Después el maestro se puso firme -sobre todo cuando la directora fruncía el seño al nombrar a Castelli, el fusilador y salieron de su boca las agudezas, palabras ajenas para aquellos años; para algunos extrañas, para otros peligrosas: contrarrevolucionario, traidor, realista. No los años del fusilamiento, cuando alrededor no había nada más que los árboles perdidos en la llanura y la yaga de tierra del camino real. Sino los tiempos en que estaban ellos, donde también había traidores, y revoluciones truncas, sueños de ellas. Y ella no era estúpida y entendió, y de a poco se fueron apagando las ganas de acordar con Esther, incluso de poner paños fríos cuando las voces fueron subiendo delante de los críos que devoraban un familiar de jamón y queso, bajo los sauces que en la distancia velaban el río.
Esther se acercó mientras los demás ya se perdían en los pronósticos futbolísticos del próximo mundial, la formación contra Hungría, Ardiles si, Maradona no. Ella la escuchó como siempre, la atención que se abre sin concesiones a los dogmas, pero esta vez con un reparo, una aquiescencia sinuosa y triste que le había contagiado la rebeldía de Isauro.
Es un arrogante -dijo Esther, vamos a ver si es tan suelto cuando yo le hable a la supervisora de cómo me increpó enfrente de los chicos. Un maleducado. Un agrandado. Yo voy a ir a Casilda a ver qué tienen de atractivo, además de querer venderles nidos de horneros a los extranjeros que venían para el mundial.
Ella escuchaba. A veces se preguntaba si no escuchaba demasiado, si no era urgente alguna vez tomar a la vida de los pelos y gritarle en las orejas hasta aturdirla, gritarle cualquier cosa: que ya no toleraba las formas correctas con las que tenía que hablar en la escuela, con la mirada gacha y de cariño inventado, que no soportaba decirles a los chicos que tomaran distancia, que Liniers era un traidor y que había peleado contra los ingleses, pero defendiendo la bandera española -y eso no lo había dicho el maestro arrogante de Casilda, lo había entendido ella sola.
Cuando terminó la tarde el colectivo de Casilda se fue por donde vino, con el sol en las espaldas. Hizo la curva que anuncia el pueblo -ella podía verlo alejarse, y a veces se perdía entre las lomas que se confundían con el horizonte, las hondonadas que seguían a esas elevaciones imperceptibles, como si algo empujara desde abajo del mismo suelo para querer salir, o como si un peso terrible la hubiera hundido más allá. Acaso las dos cosas, porque cuando se aprieta en un lugar, todo suele explotar muy cerca.
Después de ese día la vida siguió y silenciosamente se la llevó por delante, como a todos. Se casó con un dentista de Rosario que conoció en una disco de San José. Se divorció cuando ya no soportó el aliento de quien se despertaba a su lado, o el ruido crocante de la boca mascando la cáscara del pan; eran las señales de lo que el tiempo suele hacer con los demás. Vivió casi diez años en España y volvió con hijas: Azul, como el agua del Mediterráneo, y Clara, que si era varón se iba a llamar como el maestro aquél. De regreso lo buscó. Eran los ochenta y empezaba a haber más listas que las de siempre: de los que volvían, de los que buscaban, de los asesinos, de los que no estaban. Isauro figuraba en la última. Nunca pudo recordar su apellido, con ese nombre alcanzaba y sobraba. Cuando murió Esther -jubilada y senil concursó el cargo de Directora de la Escuela. También encabezó una comisión de nomenclatura y monumentos de la comuna, en dónde propuso que en la cruz del solar que bordeaba el histórico zanjón, dijera que allí habían descansado los restos de los contrarrevolucionarios de mayo, incluyendo a Liniers, ex Virrey Español, fusilado por Juan José Castelli, el orador de la revolución, por orden de la Primera Junta.
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