CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
- Ahí casi se ahoga el Mama --dice, y señala la barranca con barandas al final de un parque demasiado concurrido como para que lo que acaba de decir suene lógico.
Diez años en España no pueden confundirlo tanto: es la ciudad la que mutó, la que modificó para siempre el perfil urbano en aquella zona que tanto conocíamos. Cuando se fue ya había cambiado, o ya había empezado a cambiar. Pero sé que mira las vías de trenes, el Parque Norte, la barranca del río y piensa en aquel paisaje irrecuperable de paredones y vagones y muelles con maderas podridas en donde nos aventurábamos con imprudencia hace veinte, veintitantos años.
Yo miro por la ventanilla del auto. El que conduce es él, por una calle que en aquel entonces no existía. Lo hace despacio, sin apuro, bordeando la hilera de autos que están arrimados al cordón del parque Sunchales.
- Nos tirábamos de los muelles que estaban allá abajo: ahora no existen, o si existen no se ven, y si se ven cómo carajo se nos ocurría una cosa semejante. Una caída como de diez metros.
Seguro que exagera. Nunca supe si es una propensión a magnificar las cosas o simple torpeza de cálculo.
- Casi se ahoga, el boludo -repite-. Tuvimos que sacarlo entre dos.
Me pregunta si el otro era yo, si yo estaba esa tarde en que casi se ahoga el Mama. Yo miro por la ventanilla, hacia el parque. Pienso que nunca me tiré al río en esa parte de la ciudad y que cuando me metía en los vagones de carga llenos de grano no era con él, era con otro, algún tiempo antes y varias cuadras más atrás. Abríamos la boca de carga en la parte superior de los vagones que inundaban las vías y nos zambullíamos en la carga. Nadábamos en el maíz o lo que fuera, nos enterrábamos hasta la cintura y gritábamos para saber cómo se escuchaban nuestras voces retumbando en el encierro, con la luz del día derramándose desde la boca redonda del techo y perdiéndose hacia los extremos del vagón. Boludeces. Teníamos once, doce años. Una vez un tren se puso en marcha mientras jugábamos adentro. Saltamos cuando apenas había empezado a desplazarse por las vías, pero durante años nos pareció una hazaña de película.
No -le digo-, no era yo.
Pero me callo lo de los trenes y eso de que nunca me tiré en ese lugar. Habrá sido con otro, con alguno de los otros. Lo dejo continuar.
Saltaban entre dos pilares de madera que emergían del agua, separados por algunos metros. Como de acá hasta allá, me dice, y señala algún punto impreciso, creo, cerca del cordón. O más allá, al borde de las baldosas, donde empieza el verde.
Pero el boludo no sabía nadar. En un tiro se quedó corto y lo agarró la correntada: se empezó a alejar del muelle y de golpe se hundió.
Me vuelve a explicar que se tiraron para sacarlo, él y otro más. Pienso en cuántas noticias en el diario empiezan así. Pero les salió bien y por eso se transforma en esto, en una conversación trivial a bordo de un auto mientras bordeamos el parque. Uno lo empujaba del culo para sacarlo a flote -él-; el otro -ese que no recuerda, que no logra asegurar cuál fue- lo arrastraba de los pelos para acercarlo al muelle.
Se ríe. Nos reímos.
Eso lo habrá curado de espanto -afirma-, porque nunca más se metió.
Aprendió -le contesto, y me acuerdo de aquellas vacaciones en la costa: el Mama apenas si se mojaba hasta las rodillas. Teníamos 17, 18 años. Nos clavamos un mes en Santa Teresita y pasamos un hambre de locos, comiendo arroz y fideos y arvejas con mayonesa directamente de la lata cuando era lo único que nos quedaba. El Mama era el único de nosotros que trabajaba en esa época, en una verdulería. Como doce horas. Mantenía a la madre y a la hermana y ahorraba para poder pagarse esas vacaciones.
Sí, aprendió.
Después ninguno dice nada a lo largo de diez, veinte, cincuenta metros. Los dos nos quedamos callados. Los dos, a lo mejor, pensando en que aprendió a mantenerse lejos del agua para terminar entrando y saliendo del Suipacha, pidiéndole monedas a los autos que paraban en el semáforo, mangueando vino en las peñas, agonizando entre las ruedas de un camión. Nos quedamos pensando, tal vez, en los muertos de los dos.
Ninguno dice nada de todo esto. Ya no.
Después le señalo el desvío. La ciudad siguió mutando, cambiando en estos diez años que él pasó en España. Hay gente que no está más, hay calles nuevas, hay estacionamiento medido en las calles que solíamos cortar a la hora de la siesta. En la verdulería donde trabajaba el Mama ahora hay un edificio.
Seguí por acá, le digo.
La ciudad le debe parecer otra.
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