CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Arde de abejas el aguaribay, arde.
Juan L. Ortíz
Una tarde no es distinta a otra en los ambientes en donde reinan los cielos y los campos, donde la semilla brota sin mucho esfuerzo, si tiene agua en su momento, es decir, a tiempo.
Una tarde no es distinta a otra ni siquiera en el recuerdo en que uno vive recreándose.
Los árboles no son siempre los mismos árboles, ni siquiera en el recuerdo.
El aguaribay de mi casa paterna, en mi pueblo, por ejemplo y no el que cantó Juanele Ortíz, el famoso "aguaribay florecido", sino el de nuestro propio aguaribay que destruyeron tres tormentas sucesivas.
"Es de madera muy blanda" sentenció mi hermano. Yo lo había traído junto al Ibirá pitá de Santa Fe, regalo de mi amigo Roberto Cocco, cuando eran dos plantitas que no pasaban de diez centímetros. Con paciencia mi hermano los fue cambiando de macetas hasta que pasaron el metro de altura y los plantó en el terreno. El Ibirá pitá al lado de un gran ceibo, cerca del tejido que da a la calle, donde en mi niñez reinaron tres plantas de granadas que protegieron mis primeras lecturas con su sombra propicia. Arrancó con problemas y tres heladas sucesivas casi lo dejaron fuera de combate, pero él resistió. Primero fueron ramitas con tres hojas y hoy pasa orgulloso los cuatro metros y es el espectáculo en enero con sus bellas flores amarillas y admiración de los viandantes. Es el único ejemplar que hay en el pueblo, aunque ya hay varios que me pidieron su semilla.
El aguaribay en cambio tuvo un desarrollo opuesto. Mi hermano lo plantó junto a la vieja bomba de mano para extraer agua, en medio del terreno. Creció pronto y ganó cielo en un abrir y cerrar de ojos. Y un día comprendí aquel poema de Juanele, porque vi en su tronco una multitud de abejas que lo cubrían entero. A ese florecer se refería el poema, claro. Yo ignoraba que por allí exudaba un líquido dulce el gran aguaribay.
Las tormentas lo troncharon. Quedó un tronco de ochenta centímetros al cual nacen cientos de bracitos verdes. Es la vida que pugna por salir.
La leña para la estufa del invierno la va cortando mi amigo Mario Compañy de las ramas secas de los sauces, las moreras, los paraísos, los "siempreverdes" y los fresnos. En general lo hace en los veranos, viene con la motosierra y en pocos minutos termina la tarea. Apila los trozos con cuidado y al terminar los pasa con la misma eficiencia y prolijidad a un pequeño galponcito, donde mi viejo guardaba sus herramientas y el producto de la quinta: papas, tomates, pimientos, zapallos. Como estaba en el lugar que ocupó el gallinero desde siempre, su puerta tenía una traba segura. Hoy no tiene puerta, se cayó una pared del frente, no quedan ni gallinero ni gallinas y sirve para proteger la leña de la lluvia.
El galponcito de marras tiene un techo de chapas, un piso de portland y está donde estuvo siempre: entre una vieja higuera y las antiquísimas plantas de moras que, creo, son más antiguas que la casa porque creo haberle oído a mi padre decir que "él no las hubiera plantado".
A un costado del galponcito, en su pared que da al este aún quedan dos hileras de casitas para las gallinas cluecas y ponedoras. Debajo de las moreras estaba el dormidero, hecho de palos, junto a una máquina de quebrar maíz para los pollitos, sobre un poste de ñandubay que fue a parar a la estufa. Mismo destino tuvieron los palos donde durmieron varias generaciones de gallinas.
Mi amigo Mario me dice que con el tiempo la leña va perdiendo peso, cuerpo y rinde menos. Cuántas cosas uno puede llegar aprender.
Recuerdo que en mi juventud, como dependiente de una librería, me asombraba un libro de texto titulado "Resistencia de materiales". Comenté a un compañero la extrañeza del título, que a mí me sonaba a oxímoron. Presto me explicó con palabras técnicas que ya olvidé. Era un estudiante avanzado de ingeniería. Comprendí que mi petulancia plena de ironía cuasi poética no cuajaba en este caso que proveía una mente racional, comprensiva de la materia lisa y llana. Por eso cuando Mario me habló del cansancio de la madera, lo miré como si entendiera y no quise pasar por bruto de nuevo.
Las plantas nuevas las fue plantando mi hermano en todos estos años. Miro hacia el confín del terreno y pienso: cuando mueran aquellas dos plantas de naranjas que ayudé a plantar a mi padre, nada quedará aquí que recuerde la industria de mis manos.
De todos modos esta conclusión no me impide gozar la felicidad de cobijarme en todos ellos.
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