Viernes, 24 de febrero de 2012 | Hoy
Por Marcelo Britos
"De la muerte de lo que amabas, ha nacido la tempestad". Aldo Oliva
Dios sabrá por qué pone tormentas en donde el hombre procura su pan. Dios, que está allí encima de su hijo clavado, apenas iluminado por los cirios que prendieron las mujeres para que vuelvan sus hombres. También los que prendieron hace un mes para los que salieron en la última tormenta, y que alguien se encarga de apagarlos de noche --el templo es de madera- y volver a prenderlos en la mañana.
La costumbre de los cirios empezó cuando ya no pudieron con el faro. Descompuesto cada semana, el municipio ya no quiso repararlo más, no tenía con qué. Volvimos a las fogatas, carpas de madera y viejas gomas ardiendo en la arena, pero los hombres dijeron que apenas se ven entre el manto de lluvia y las olas, la altura de las olas cuando el mar está enloquecido. Era más fácil seguir las luces de las casas sobre la colina, o el reflector del campanario de la iglesia.
¿Y si prendieran el faro y comenzaran a volver todos los que desaparecieron? ¿Fantasmas encontrando a sus mujeres casadas con otros, dos pescadores reclamando una misma mujer que a su vez ya está con un tercero?
Yo espero. No voy a prender un cirio ni me voy a arrodillar en el atrio frente a todos, pidiendo que vuelva. Van tres días, no más. Y una isla, o un buque carguero, cualquier cosa los puede haber resguardado. Yo no voy a dejar que pase el tiempo porque es eso lo que los mata, que los días se van y todos dejan de preguntar, y empiezan las miradas caídas, los silencios. Yo lo he hecho. Todos los matamos. Y cuando ha pasado un mes cuelgan el nombre del barco en el pizarrón de la iglesia, y ese es el epitafio. Yo voy a borrar el nombre, y voy a sonreír. Y voy a estar despierta para escuchar la puerta.
El ruido de la puerta es bueno. No como en las películas, que viene alguien a avisar que han muerto. Un hombre con uniforme que trae cartas del presidente, el cartero que trae el telegrama. Aquí si suena la puerta son ellos, que han vuelto. O sus fantasmas, si prenden el faro.
Para los que quedan, desaparecer es peor que morir. Porque las cosas de la muerte están en la cabeza; los detalles. Si se lo llevó el mar, si se golpeó con alguna madera del barco roto, si está dando vueltas sin fin en el remolino de sal. Los vamos matando así, y después con el olvido. ¿Mientras lo espero está vivo? ¿Funciona así? Detrás de la tormenta estamos nosotros. Él sabrá por qué pone aquí las tormentas, por qué nos puso aquí a nosotros, y este acuerdo sin salida con el mar, para comer.
Mi hombre no nació en este puerto, vino por mí. Nació en un valle en donde las tormentas se van quedando en las cuchillas de las montañas y nunca llegan a la ciudad. Los relámpagos se ven entre las nubes, lejos, como si todas las noches hubiera fuegos de artificio. Allí todos vuelven: los que manejan las camionetas para los turistas, los que crían chivos, los que arreglan los jardines, los mozos, los dependientes. Todas las noches entran por la puerta que vela la llama de la cocina, y para ellas es un hecho ordinario, predecible. Acaso alguna tarde han pensado en lo bueno que sería que no llegara, y poder hacer el café solas y mirar el televisor, y recostarse en una silla a leer una revista.
Cuando los hombres se van no hay tiempo para estar solas. Estamos con la ventana, con los gestos de los demás que caminan por la calle y hablan del clima sin mirarnos, entendiendo la impertinencia o esperando un comentario. En el horizonte se van juntando las nubes, y hay ciertos colores, ciertas formas contra el atardecer que van anunciando la tempestad, ese olor a tierra húmeda que es en realidad el ozono quebrado por la fuerza de la electricidad. Si yo tuviera que pararme frente a la gente, como en una escuela o en una facultad, y explicar esto que se supone soy una gran especialista, no sabría cómo hacerlo. Qué dibujar en el pizarrón para que se figuren como son las cosas antes del viento y el agua. Pienso pizarrón y pienso en el nombre del barco, el nombre del barco escrito en el pizarrón de la santa iglesia de mierda que se encarga de lamentar por nosotros nuestro propio crimen. De dejarnos prender llamas diminutas que no va a ver nadie desde el océano.
Golpean. Pero sé que es Beatriz, la esposa de un compañero de mi hombre, que viene, como todas las tardes, a preguntarme si sé algo. La vi pasar por la ventana; no la dejo de mirar. Aunque haga ya más de tres días que llueve en el horizonte, que está azul grisáceo como la piel de los ahogados. No los pescadores, que guardan su cuerpo en vaya saber qué lugar de esta inmensidad, la piel de los turistas que se dan contra las rocas queriendo ver los pocos corales de la isla, los que hacen buceo en piletas también azules de Buenos Aires, agua calma y tonta de la ciudad. Y pensar que a veces piden ver una tormenta, aunque sea una. Y se quejan cuando duran semanas las lluvias y no pueden tostarse.
No Beatriz, no, no sé nada. Nadie más que vos golpeó la puerta esta semana. Y cada golpe hace retumbar la madera en los nervios como si temblara el mundo, y me disparo desde donde esté, aun sabiendo que podés ser vos, o cualquiera, aún cuando fue la tercera vez -una antes de hoy- y que fue más calmo porque pude anticipar tu perfil amargo y caído por la ventana que no paro de mirar.
En el bar de Roque hay una pintura que es una tormenta. No sé si está bien que haya en ese bar de pescadores un cuadro así. En la espuma que empuja el mar hacia las rocas, hay manchas rojas. Parece una marea de sangre. Roque dice que una vez leyó que el pintor, cuando era niño, acompañaba al padre a su trabajo. El padre era barbero. Y él veía como en el yelmo caía la espuma con restos de sangre. Y por eso esa marea. Detrás de todo hay un motivo. Por eso nos puso aquí. Por eso hay tormentas.
Cuando pase una semana voy a dejar de esperarlo. El estruendo de los puños de Beatriz sobre la puerta ya no me va a sobresaltar. Voy a despertarme y va a ser normal y corriente que no haya nadie en el oeste de la cama, y sólo una taza de café, y el silencio de la mañana partido por mis pasos. Y va a sorprenderme. Las huellas de mar en el piso, la arena y el olor del pescado fresco. Verlo sentado sobre la madera del pórtico, tejiendo los agujeros de las redes. Y ahí sí voy a encender una vela, para agradecerle.
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