CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
Creo que fue algunos meses después del funeral cuando dos peones lo encontraron durmiendo a la sombra de la higuera. Los vimos llegar agitados, los ojos muy abiertos y una revelación imposible temblándole en las bocas. La familia en pleno se reunía en la mesa interminable del patio bajo el tambaleante sol de un otoño cordobés, en aquella casa con chanchos y tractores y un terreno interminable atravesado por un canal, tan cerca del aeropuerto que el ruido de las turbinas nos tapaba los gritos. Primero se levantó mi abuela, después la seguimos todos: los adultos corrían detrás de los peones; más atrás íbamos los chicos, aún sin entender de qué se trataba ese alboroto. Nos arremolinamos en torno a la higuera como ante un espectáculo callejero. El viejo dormía recostado contra el tronco, el sombrero de fieltro caído sobre los ojos. Entonces mi abuela avanzó y le puso una mano en el hombro.
--Papá.
El nono se despertó sobresaltado, como perdiendo el equilibrio. Como si se cayera desde el sueño. Escupió entre dientes su blasfemia favorita "«¡porco dío!»" y cuando alzó la cabeza para mirarnos desde abajo del ala de un sombrero pasado de moda se desvaneció en el aire.
Pasó hace como veinticinco años, durante alguno de los viajes que solíamos hacer para visitar a la familia de mi vieja. Hoy la recuerdo como una tarde de gloria. Los grandes debatían en torno a la mesa que estaba en la galería de entrada, consternados y conmovidos; los chicos nos reíamos y asustábamos a los primos más chiquitos corriendo con los brazos extendidos como los fantasmas torpes de las películas; los perros alborotados nos perseguían ladrando en círculos. De pronto comprendimos que nadie nos prestaba atención, que todos estaban demasiado ocupados en encontrar explicaciones, calentar el agua para el mate o volver a contar la experiencia a los peones y vecinos que se habían arrimado por el escándalo, y nos fuimos alejando de la mesa. El viento que silbaba entre los árboles inmensos parecía susurrarnos algo. A esa edad, con una idea todavía tan lejana y difusa de la muerte, nos atrajo más la aventura de los arrabales de la casa que la misteriosa aparición del nono. O acaso fue la libertad impensada, la inesperada ocasión de sumergirnos en espacios prohibidos lo que nos empujó a escapar de la mesa de la galería y adentrarnos en ese terreno incierto que se abre más allá de la vigilancia de los mayores.
Qué absurdo pensarlo ahora. Imaginar las cabecitas en escalera agazapadas por detrás de los tractores. No sabría decir qué hicimos. Dónde fuimos. Por qué nos divertimos tanto. El tiempo se empeña en lavar esos recuerdos, quitarles el color, la forma, la consistencia. Me quedan imágenes aisladas, sensaciones, esa impresión de que algo mágico estaba sucediendo o a punto de suceder. El reflejo oscuro y apenas entrevisto de caras en el fondo del aljibe; las voces amplificadas; la danza aérea de una escupida que caía y se perdía, hasta que el sonido del agua nos indicaba que había llegado. La orilla del canal en fila india, las piedras que arrojábamos para ver quién hacía más ondas. Las frutas arrancadas de los árboles. El olor penetrante del chiquero, y nosotros trepados a las vallas para provocar a unos chanchos impasibles. Las hileras interminables de lechuga. Y los gritos del peón que nos que arreó fuera de los campos sembrados como espantando perros, mientras nosotros gritábamos y corríamos y le hacíamos burla desde lejos.
Cuando volvíamos de la quinta pasamos por la higuera. El sol se había movido y la sombra era más grande. Parecía fría. Volvimos en silencio hacia la casa y nos sentamos en las raíces asomadas de un árbol hasta donde las voces apenas si llegaban. Ninguno de los mayores se había movido de la mesa.
Al día siguiente nos reunimos todos al pie de la higuera. Los chicos nos removíamos inquietos, pero los demás estaban expectantes, los ojos clavados en el árbol. No sé si estuvimos así varios minutos o varias horas hasta que el nono apareció. Realmente apareció. Por un instante hubo una especie de bruma en la base del árbol; después el viejo yacía dormido con el sombrero echado sobre los ojos. Pero cuando Mingo trató de despertarlo se esfumó una vez más.
Lo intentamos durante tres días. Al final la familia acabó por convencerse de que no había forma de despertarlo sin que desapareciera, y entonces íbamos un rato a hacerle compañía o los más grandes se sentaban a tomar mate alrededor de la higuera. A veces hablaban de política o de fútbol o de cualquier cosa como si no estuviera ahí. O se enredaban en discusiones absurdas y maravillosas sobre la presencia del nono. Me gustaría recordarlas mejor. Para mi tío Ricardo se trataba de una especie de transmisión de sueños: los muertos soñaban, decía, y eso abría un puente entre nuestro mundo y el de ellos. Por eso cuando lo despertábamos siempre desaparecía. Marino, en cambio, lo rechazaba de plano. Y cuando alguno le pedía alguna explicación para el fenómeno se encogía de hombros como si la respuesta fuera evidente: "El viejo vuelve porque es el viejo. Fue siempre un testarudo, y eso ni la muerte se lo quita".
La última vez que lo vi fue el día en que con mi hermano le hicimos una joda a la novia de un primo de mi vieja. Era una chica de voz nasal y pelo corto que estudiaba en no sé qué universidad y acababa de conocer a la familia. La comida demoraba y todos estaban ocupados en la cocina o poniendo la mesa. Nosotros la guiamos hasta la higuera y le pedimos ayuda para despertar al nono porque a nosotros no nos hacía caso y la comida casi estaba lista. Apenas le puso una mano en el hombro se esfumó y nos largamos a gritar como poseídos. Los ojos desorbitados, el desconcierto y el grito de terror que pegó mientras corría de regreso a la casa bien valieron la paliza que nos ganamos más tarde. Nos encontraron tirados en el piso, cerca de la higuera, todavía con los ojos llorosos y sin parar de reír.
Al día siguiente, con mi vieja y mis hermanos, volvimos a Rosario. Seguí yendo a Córdoba con regularidad, pero aunque la casa se mantuvo en manos de los descendientes durante más de una década, dejó de ser el centro de las reuniones. Nuevos patriarcas florecieron y la familia empezó a dispersarse. Siempre veía la casa de lejos, o mejor: jugaba a reconocerla desde el asiento del auto antes de que se perdiera en la luneta trasera. Un día por fin se vendió, y las fábricas que año tras año la habían ido cercando acabaron por aplastarla. La última vez que pasé fue camino al cementerio para enterrar a mi abuelo. La busqué en la ventanilla del auto como hacía cuando era chico. No pude reconocer el lugar donde había estado. Imagino que la higuera tampoco sobrevivió.
Hay días en que me pregunto si las cosas fueron así. No estoy seguro. A veces se me da por inventarme los recuerdos y al tiempo no sé cuáles son ciertos y cuáles no. En mi familia dicen que es absurdo. Que el nono nunca volvió. Creo que lo niegan porque nadie quiere reconocer que nos fuimos igual. A mí me quedan algunas cosas vívidas que prefiero no poner en duda. Las caras en el fondo del aljibe. El sabor de las naranjas. El vuelo de los aviones. El sueño apacible y cotidiano de los viejos con sombrero.
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