Dom 30.04.2006
rosario

CONTRATAPA

La libertad de hacer

› Por Luis Novaresio

"No creo en Jean Paul Sartre.

No creo en Brian Weiss.

Sólo creo en tu sonrisa azul".

("No creo". Shakira)

Uno: Ojalá pudieras estar leyendo esta carta. Porque aunque no parezca, esto es una carta. Ya sé que no tiene destinatario, ni su despacho, ni de mi mayor consideración, dos puntos, abajo dejame una sangría que arranque debajo de los puntos. Pero vos te vas a dar cuenta. Es para vos. El exceso de prolijidad es muestra de falta de probidad. Vos me lo enseñaste. Y me comenzaste a leer los aforismos de Nieztche, uno atrás del otro. La filosofía se divide en antes y después de mí. Me alegro de que no me entiendan. Si lo hicieran, destruiría toda mi obra. Mediocres. Hasta que tomando un café con leche con un tostado me preguntaste si yo sabía qué era un aforismo. ¿Vos sabés, niño, qué es un aforismo?. Porque si te va a dar por leer a Nietzche, deberías conocer que su obra es aforistica. Silencio. El de los humildemente ignorantes. Menos mal. Si no podés diferenciar entre un tostado y un "Carlito". Me hiciste reir, niño. Me hiciste reir, me dijiste. En plena calle Corrientes, el chico discute con el mozo, porteño, mozo por antonomasia (¿sabés qué es antonomasia?), sobre la génesis del sandwich más tradicional y sus orígenes. Yo discutía. Quiero un café con leche y un Carlito, por favor. Silencio. El de los insoportablemente arrogantes. El mozo sentencia que el niño, yo, merecía sanción de ignorancia ipso facto, juicio sumarísimo, y desvía la mirada hacia vos. Ojalá que estés leyendo esta carta. Vos, ya metido en el libro recién comprado, en esas librerías de viejos y usados que sólo tiene esa ciudad que mira el Obelisco, cabeceaste. ¿El qué?, inquiriste con poca convicción. Café con leche con... para el señor. El señor era yo, y por eso insistí: Carlito. Si quiere, el señor, que seguía siendo yo, le traigo la carta y ve lo que se ofrece. Hay primavera, hamburguesas, jamón y queso en pan de miga... Eso. Lo último, dije. El señor quiere un tostado. Un Carlito, porque lo quiero con ketchup. Hasta que al final viene una carcajada. Ni del mozo que me odia, ni del niño que hoy se avergüenza escribiendo. De vos. Es que el chico viene de Rosario. Y allá nadie pronuncia las eses y los tostados se llaman carlitos. "Carlito", no?. Las eses no nos las tragamos sino que simplemente las aspiramos, las hacemos más amigas, le damos música. Los sandwiches son más originales y de menos prosapia. Acá se les ocurre Menditeguy, ha de ser por el play boy, todos unos cajetillas.

Ya no importaba. El puerto de Buenos Aires nunca supo poner su faro hacia otro lado que no fuera su ombligo. No importa. Viva el puerto de Belgrano, la bandera, blanca y radiante, bandera de mi patria. Entonces fue que me distraje con los libros. La tapa blanca, editorial Losada y unos dibujos oscuros, entre ocres, marrones y azules. Las letras minúsculas como las que esta misma computadora llama "times new roman". Jamás me imaginaría entonces que las iba a recordar en un aparato que cabe en mi mochila y que puedo encender en todos los bares, con cafés con leche y Carlitos como los de entonces. La caricia. Desde pibe (¿desde entonces?) los libros me atraen para acariciarlos. En la tapa. Como pechos turgentes. Por su contratapa. Como la columna dorsal desnuda del amor saciado. Y olerlos. La impresión nueva sabe a virginidad prometedora. Desde entonces. Excitarte con el libro que huele a nuevo porque se ignora lo que encierra. ¿Será la tinta o será lo que no se sabe?

La náusea. Jean Paul Sarte. Ojalá estuvieras leyendo esta carta. Es de un pibe que te agradece, muchos años más tarde, que le hayas regalado ese libro.

Dos: La casa era apenas un ambiente. La desilusión ha de haber sido sólo mía. Los otros, lo tomaban con naturalidad. El corte de electricidad fue tan oportuno como la formulación de la ley de Murphy. La luz se apagó cuando cerrábamos la puerta tijera del ascensor. Menos mal que no es de los automáticos que se cierran como latas de atún. Hay pocos. Entonces, ascensores como esos, había pocos. Catorce pisos por una escalera interna alumbrados por un encendedor Bic fue toda una manifestación de fe. Dogmas, pocos. Voluntad, evidentemente, mucha. La puerta se enfrentaba a la única ventana del departamento. De piso a techo, al menos. La casa. Una cocina y una pileta diminutas, como las de las jugueterías. No había Barbies entonces. Pero así. Y en la pared blanca de enfrente, una sábana colgando. Con aerosol, negro, la frase. Yo obedeceré hasta la muerte. Pero a mí. JPS. Obedecer. Hasta la muerte. Y a uno mismo.

La sede de Amnistía Internacional de Buenos Aires era la casa. Tu casa. Y sesionaba amparada por la frase de Sartre suspendida en la pared desde una sábana blanca.

Tres: Son tres tomos. La dueña de la librería, la mujer deseada del deseado comercio de peatonal Córdoba, el mejor, el de más recuerdo, golpeó con la novedad para ver si el chico, yo mismo, a la vuelta de Buenos Aires, después de haber sabido de La Náusea, se amilanaba. Tres tomos. Cuarenta pesos. Silencio. Si los vas a leer, te lo puedo dar en cuotas. Claro que los iba a leer. Tres vírgenes deseadas. Claro que sabía que no les iba a fallar. Porque un libro es un compromiso moral, no se le puede fallar. Pero en cuotas es crédito, plástico tienen los grandes y ricos, yo no puedo nada. La señora, la dueña del milagro que aún subsiste, me dijo. Se te anota en este cuaderno y del uno al cinco venis a pagar. Te los dejo en treinta, diez por mes.

Nací a la cuatro de la mañana el 9 de enero de 1908 en un cuarto con muebles barnizados de blanco. Te juro que así empieza. La joven formal., luego de tres tomos, sabe que su amor es la generosidad de saber del amor del otro. Simone de Beauvoir cuenta en sus memorias que cuando Sartre murió en una cama de hospital ella peleó por meterse en esa misma cama. Era no dejarlo solo en su último instante de existencia. Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá jamás.

Cuatro: Elija. Escoja. Sea libre. Y sobre todo, hágase cargo de las consecuencias de sus actos. Pero ¿qué hacer?. Finalmente yo te pregunto, te preguntaba, qué tengo que hacer. Y entonces vos me dijiste que buscar consejo era simplemente justificar la decisión ya tomada. Si le preguntás a un cura, sabés de la tabla de los diez mandamientos o de sus supuestos valores morales. Si le preguntás a tu vecino anarquista sabés que detestará la estructura de poder. O sea, elegir el consejero es amortiguar la soledad de la decisión. ¿Y eso quién te lo dijo?. Sartre, me lo dijo. Eso me lo dijiste. Estamos condenados a ser libres y libres de acción. Estamos arrojados a todos nuestros posibles. ¿Y nuestro destino?. ¿Acaso no está escrito?. Los cómodos quieren eso, prefieren tener un mapa de comodidades burguesas a arriesgarse a conquistar su realidad. Aún cuando sean esas comodidades. Hay que merecerlas. ¿Y Dios?. No sé si Dios existe o no. En todo caso, me tiene sin cuidado. ¿Fue él?. Fue.

Cinco: Ya he hablado con vos mucho de Sastre. Ya te he contado de nuestra existencia iniciática a la hora del existencialismo. Esta misma. Y disculpame que me reitere. Que me repita. Pero hoy, a horas del día del trabajador, sentí que debíamos reclamar por el derecho al trabajo como libertad de hacer. Y de ser. Y ahí está.

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