CONTRATAPA
› Por Miguel Roig (*)
Cuando tenía diez años mis padres me llevaron a Europa por primera vez. Viajamos en el Giulio Cesare, un trasatlántico italiano que se convirtió en los quince días que duró el viaje en el centro de operaciones lúdicas más estimulante que un niño jamás hubiera llegado a imaginar. Por aquellos días no podría haber aspirado a más. Mi madre no pensaba igual: temía perder a su hijo mayor en alta mar.
Según el barco iba dejando atrás los puertos de Montevideo y Río de Janeiro y se acercaba al ecuador, yo jugaba y compartía la mayor parte del día con otros chicos de mi edad, en su mayoría de familia judía que iban a Israel. Atrás había quedado la guerra de los seis días, aún se escuchaban los ecos de la matanza de Munich -que Spielberg reconstruye en su última película- y la historia se encaminaba decididamente a la guerra de Kippur. Ellos contaban que iban a la guerra con inocencia y entusiasmo y yo sentía envidia. Daniel, un chico de Bahía Blanca, con quien más tiempo pasaba y quien aún hoy recuerdo, era el único que eludía el tema.
La guerra, entonces, era para mi un capítulo de Combate, con Vick Morrow a la cabeza de un grupo de soldados americanos deambulando por la campiña francesa, sorteando alemanes como quien avanza o retrocede con sus fichas en una partida de ludo. Años después sabría que otra versión de esa guerra era la de Roman Polanski huyendo, solo y con apenas once años -casi mi edad y la de Daniel en esos días-, escapando, decía, de los nazis a través de los campos de Polonia. Por cierto: en su versión de Oliver Twist, Oliver, también con once años, en plena fuga del hospicio hacia Londres, desamparado y sediento, bebe agua de un charco. Esa escena no está en el original de Dickens con lo cual, imagino, es más que probable que esté en la memoria emotiva de Polanski.
Nos despedimos en el puerto de Barcelona, donde nosotros abandonábamos el barco que seguía viaje a Cannes y a Génova.
Pero este era el viaje de ida y yo quiero escribir sobre el viaje de vuelta.
Hace unos días Marilyn me envió un correo en el que se quejaba de su mala fortuna. Cuenta que ha caído en sus manos una novela romántica que debe traducir del inglés al castellano. Acostumbrada a la traducción de catálogos de arte, biografías y a la edición de escritores americanos, de repente se ve envuelta en la retórica melosa de una autora americana que quiere hacerse un lugar en los kioscos de libros de las estaciones de trenes y de los aeropuertos. Dice Marilyn que parece una novelita de Corin Tellado; una de las que leía su abuelo Nino después de una larga jornada de trabajo en el ferrocarril. Romántica clausura del día de un ferroviario argentino.
El folletín convierte el amor en un fin en si mismo; allí dentro, el protagonista busca disolverse en el otro; si el otro lo abandona o lo niega, se disuelve en la nada. Se acaba el mundo. Como la guerra en Combate: nunca acaba y los protagonistas nunca mueren. No hay un objetivo que alcanzar ni un aprendizaje que conseguir. Se trata de estar, no de ser; sólo disolverse en la experiencia de la guerra.
Después de estar un par de meses en España volvimos a embarcar un día de abril de 1972 en el puerto de Barcelona. Era Semana Santa. La ciudad era gris y oscura; por alguna extraña razón el cielo siempre estaba amenazante aquellos días: el sol nunca aparecía. Infinitas procesiones cruzaban la ciudad y el televisor del hotel, en blanco y negro, liberaba en la habitación el aire tétrico al que la ventana cerrada negaba el paso. La muerte estaba en todas partes y el Barrio Gótico, donde parábamos, era eso: un cuento gótico que aún no había leído pero que ya podía dar por vivido. Me enfermé. Nadie sabía de qué.
Subí al barco con fiebre y me llevaron directamente al hospital. Los médicos italianos se debatían entre varias hipótesis y yo esperaba el diagnóstico sin nervios: volvía a casa y eso me tranquilizaba. Al día siguiente, antes de llegar a Lisboa las erupciones en el rostro confirmaron un sarampión matizado con algún disturbio que habían provocado las toneladas de chocolate ingeridas en las vacaciones. Mis padres, conmigo cautivo, empezaban las suyas.
Su nombre no quedó flotando en el adiós, simplemente lo olvidé. Pero no su rostro. Era delgado, dulce, con ojos claros y una piel pálida como su cofia y la falda, plisada con la rigidez del almidón, y la voz suave hablándome en italiano. Era la enfermera que me cuidó los quince días de travesía. Y además de remedios, lácteos y purés, me alimentaba con novelas de Corín Tellado, el único material de lectura que había a bordo. Pilas de novelas. Yo las devoraba una detrás de otra mientras el horizonte se mantenía estático entre el mar y el cielo, que cambiaban solo de color según las horas. Mientras tanto, yo ya era una víctima de la guerra, alguien que como mi amigo Daniel iba al frente de batalla, caía herido y ahí estaba, en el hospital de un buque de guerra frente a la costa africana, enamorándome de la enfermera según lo iba dictando Corín Tellado.
Todas las chicas de la historia eran igual a la enfermera. Tal era mi capacidad de síntesis. El muchacho que las enamoraba y las hacía sufrir en las páginas impares para darles un respiro en las restantes se suponía que era yo. Pero el problema eran los pantalones de dril. Los varones de la Tellado usaban pantalones de dril y yo no sabía que era eso. La enfermera, mi enamorada, que sólo hablaba en italiano, no tenía idea de qué le hablaba cuando le preguntaba. Mi madre tampoco tenía idea. Tuve que esperar dos semanas para llegar al diccionario de casa y descubrir que era un tejido de algodón con ligamento de sarga. Y una mañana que mi padre me llevó al centro, puede verlos con mis propios ojos en el escaparate de Thompson & Williams en la calle San Martín. Pero entonces ya era tarde. Estaba en tierra firme. Ninguno de los personajes de la Tellado se encuentra en ese sitio.
Mejor volver al hospital del barco. A mi imaginación suspendida sobre un campo de batalla que mecía el mar. A esa enfermera pálida que me hablaba en una lengua que yo no acababa de entender pero que no importaba porque el deseo imponía su propia voz. La travesía acabaría y con ella la guerra; me levantaría de la cama del doliente, me pondría el pantalón de dril y me iría con ella.
En fin, acabemos la nota aquí. Marilyn tiene que trabajar en su novela romántica y yo me tengo que ir. No sin antes confesar que uno anda siempre por la vida buscando ese pantalón de dril. Peor aún: sigues sin saber qué es. Y no se lo puedes preguntar a tu madre.
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