Miércoles, 11 de abril de 2012 | Hoy
Por Por Víctor Maini
Creo que definir la palabra mentira es más fácil que buscar el significado de verdad, si de la primera se puede decir que es la manifestación contraria de la segunda, ¿qué es la verdad? ¿Existe? ¿Quien la tiene? Es más creíble decir que hay una verdad relativa, que lo que sí existe es el poder para imponer la suya y hacerla pasar como universal y ante la imposibilidad de hacerle frente por desigualdad en las fuerzas, surge la mentira como un mecanismo de defensa y de rebeldía a la vez. Recién ahora, en la distancia puedo asegurar que Caíto representaba este tipo de mentira. Maldigo todo el tiempo que perdí tratando de hacerlo reflexionar, pidiéndole que no mintiera, que dijera la verdad, que a quien le quería hacer creer todas sus historias inventadas... A decir verdad mi amigo nunca insistió para que le creyéramos, quien lo hacía, era por su cuenta, porque para creer primero hay que querer creer. Para escapar de una realidad muy dura para un pibe, creaba sus propios escenarios, libretos, sus propias obras, con un talento y una inventiva envidiables.
Desde que Sofía, su hermana mayor, había comprado un televisor, descansaba los sábados por la tarde. No mentía durante las tres películas de Cine de súper acción, que se veía completas desde abajo de la mesa del comedor, entre las piernas de los otros cinco integrantes de la familia, escondite elegido para que no lo molestáramos cuando íbamos a buscarlo para jugar a la pelota. Su madre, quien lo apañaba por ser su hijo más chico, y parafraseando a quien vende pan caliente, siempre repetía "recién salió" y de esa manera nos quedábamos sin el mejor jugador del equipo, que jugaba como hablaba, mintiendo. En la cancha era mimado, querido y respetado por amagar, esconder la pelota, simular, es decir, por lo mismo que en la escuela era perseguido y castigado.
Caíto priorizaba la habilidad para hacer desaparecer la verdad antes que la violencia para instalarla, era admirador de los Incas y decía que hubieran sido excelentes jugadores de fútbol ya que habían sido capaces de esconder una ciudad entera.
Aparte de ser vecino, de compartir la vereda como un patio en común, fui compañero de banco en la primaria y compañero en la secundaria hasta tercer año. En todos esos años jamás dejé de sorprenderme de sus creaciones.
Una tarde en que mi hermana nos llevaba al cine Heraldo, cuando el interno de la línea 218 paró en el semáforo de calle Córdoba y Lagos, no tuvo inconveniente en explicar el funcionamiento de estas señales luminosas, que en realidad eran peligrosos rayos rojos paralizantes que impedían el avance del micro y que en una oportunidad al quedar una señal trabada había dejado el saldo de cuatro colectiveros muertos.
Cuando la señorita Lucía le preguntó por qué no había hecho la tarea, Caíto no dudó en explicar que en su casa había ocurrido una desgracia, tres patitos que le había traído una tía del campo de regalo habían aparecido muertos, ahogados.
Su daltonismo era un secreto entre nosotros, yo me encargaba de ponerle el nombre de los colores en los lápices. Cierto día en que inauguraba una caja de pinturitas confundió el verde por el marrón. La señorita de manualidades le preguntó espantada donde había visto un perro verde, a lo cual contestó en el acto que no era un perro, sino una perra, y que tenía cachorritos muy malos que le hacían salir canas de ese color. Tenía un tío que era mozo de Pedrín, nos pasaba algunas porciones de tomate o algún jugo Jet sin cobrar, según mi amigo era médico recibido en la UNR, y en una época había tenido mucha plata, pero no ejerciendo la medicina legal, sino el curanderismo en su casa del barrio de Cristalería. Ante una denuncia de las que nunca faltan, tuvo que soportar un allanamiento y ante la posibilidad de ir preso no tuvo más remedio que mostrar su título, ganando la libertad por un lado pero perdiendo hasta el último de sus clientes, que quedaron muy defraudados con el manosanta al ver que no sanaba por sus poderes, sino por medio de una medicina insípida que detestaban. A partir de ese día se dedicó a la gastronomía, que es otra forma de atender a la gente.
Un profesor de geografía muy severo de apellido alemán, parecido a la marca de una mayonesa, le estaba tomando una lección sobre los glaciares. Fue cuando explicó que Francisco Moreno debido a un problema en el frenillo, no pronunciaba correctamente la letra "err" y que a todas las expediciones lo acompañaba un ejemplar macho de la raza Beagle. Todas las mañanas lo primero que preguntaba era "mi perito, donde está mi perito" y que de allí venía el apodo de perito Moreno. Nunca le importó llevarse a rendir esta materia de por vida.
Ese viernes llegó tarde al boliche de Calicho, dijo que no iba a comer, que estaba de paso, que seguramente lo iban a pasar a buscar y pidió un whisky doble, cosa extraña en él.
Se mantuvo en silencio hasta la tercera copa, sin dejarme de mirar a los ojos contó que lo había tenido que hacer, que no le había quedado otra, que su hermana había vuelto a su casa destruída, drogada, prostituída y golpeada y que su padre no la había dejado entrar. "Justo él, que la inició en todo esto, en una pieza donde duermen seis personas no existen los secretos", confesó.
Para todos fue un mentira más, a tal punto que Papirio que no había dejado de hojear el diario mientras Caíto hablaba, preguntó: "Che, pero Central ¿a qué hora juega el domingo? Acá no dice...
Quizás porque me crié con él, porque sabía cada uno de sus tics cuando mentía, por el timbre de su voz, o por el brillo de sus ojos, pensé lo peor.
En el momento en que me iba a contestar lo que había tenido que hacer, la voz de un policía preguntando por Carlos Alberto Peirone cortó el aire del boliche.
Mientras un agente lo palpaba de armas, otro esposaba sus manos contra su espalda, mientras repetía algo así como "tiene derecho a un abogado, todo lo que diga podrá ser usado en su contra", a lo cual el detenido contestó: "Quédese tranquilo oficial, voy a decir la verdad y nada más que la verdad".
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