CONTRATAPA › EL BOTE
› Por Beatriz Vignoli
Brunelleschi (comisario amigo): Mirá, los llamamos ahora porque si esperamos hasta que la causa llegue a Tribunales se van a encontrar con lo de siempre: nadie sabe nada, nadie habla, nadie quiere tener nada que ver. Los llamamos ahora porque esto a lo mejor es groso: el dueño de este departamento es un suboficial del Ejército y está desaparecido desde hace varios días, pero recién ayer lo denunciaron. Lástima, porque tenemos varias denuncias por olores molestos procedentes del mismo domicilio. Qué sé yo con qué nos vamos a encontrar.
Perro (abogado de Steppenwolf): Y si no viene. Y si no viene y no me calma. Yo que cuento con ella para sentir que existe una parte del día que no es tiempo. La caja de seguridad que guarda todos los poemas que no escribí por falta de tiempo, eso es ella. Viene y me calma. Me trae, como una madre, el recuerdo de mí. Su melancolía aplaca mi vértigo. Con ella puedo jugar al borde de los días, donde un lento tren en miniatura cruza montañas de mentira sin horario. Y yo la necesito tanto como al recuerdo de mis antiguos juguetes de la infancia.
Irazusta (clase '62): Hay una hora del día en que lo veo. Ya me resigné a que no voy a volver a verlo nunca más, pero cae la tarde del martes y lo veo. Se me aparece como invisible y no, como traslúcido. Siempre está a la misma distancia, en el mismo ángulo. A las mil treinta, dirían en el Ejército. A las 1030. Que es como decir: al frente, a la izquierda, a cuarenta y cinco grados. Si estuviera vivo y fuera un enemigo, no me daría tiempo de decir todo eso. Lo veo siempre a mi altura, como si estuviera parado en el piso. De pie, como si no se hubiera ido de la tierra. No me da miedo. Tiendo a suponer, para tranquilizarme a mí mismo, que si lo veo siempre en el mismo lugar es porque esa ubicación corresponde a una zona de mi corteza cerebral. Es, por lo tanto, una alucinación. No me hace mejor persona verlo. No sé si me cuida de algo; a lo mejor sí, pero entonces se trata de mí, de una parte más valiosa y sabia de mí que reflejé en él y ahora viene a mí como su luz.
Aguirrezabala (clase '62): Eramos tres. Tres, una posición de mortero. Pero sólo volvimos Irazusta y yo. A medida que pasan los años siento cada vez más la ausencia del otro. Porque sólo viviendo se sabe lo que pesa una vida, lo que falta en el mundo cuando falta la vida de un hombre.
Elena Ellena (El Atopiano): -Hay que matarlos a todos -va diciendo el taxista, mientras su mirada se distrae mirando por el espejo retrovisor, tratando quizá de retener algún rasgo del flaquito con rastas, indigente pero orgulloso, que se le acercó al parabrisas y ofreció limpiárselo aprovechando una pausa en el tránsito de Atopia. -A todos estos vagos y al intendente que no sincroniza los semáforos -se ceba el taxista y esta cronista ha vivido lo suficiente para sospechar que en realidad no cree que haya que matar a nadie, que son sus hermanos de supervivencia esos pibes; que el metal es el hueso de la jungla urbana, el cromo su marfil, el hombre de once horas en la calle, una máquina de adaptarse a lo que lleva, a lo que cree que lleva, a lo que no tuvo ni tendrá tiempo de investigar qué piensa, quién es, qué hace, qué posición detenta más allá de lo que se adivine por la ropa o los modales, o el lugar de partida o de destino; a que él no piensa así, a que eso es lo que cree que pensamos. Nos tiene a sus espaldas, unos desconocidos; ¿cómo me sentiría yo con desconocidos once horas por día a mis espaldas, en medio de la calle? Trataría de contemporizar, o bien de que me tengan miedo: no hay tiempo de ganarse el respeto en buena ley en un viaje. No es una road movie esto, Elena, es su trabajo. No los quiere matar, no va a matar a nadie. Y todavía cuando corta el ticket te dice: "cuídese".
Fotógrafo (El Atopiano): -Sacale a eso -me indica Ele, y señala una marca en la pared, casi al ras de las baldosas de la vereda: un stencil pintado en negro, de unos treinta centímetros de alto, que visto de lejos parece una equis, pero donde al enfocar diviso un rostro humano, asomando por entre el ángulo entre los dos brazos superiores de la equis; estos son, literalmente, brazos. A cada uno lo corona un puño cerrado. Cada una de sus dos muñecas está rodeada por una soga. Las dos patitas de la equis son las piernas de lo que ahora veo claramente como un tipito, una figura humana masculina donde se ha bosquejado lo más elemental, lo básico para detectar el género, aunque sin ahorrar detalles. A los tobillos también los amarran sogas. El tipito está desnudo; la expresión de su cara, sonriente, es extrañamente ajena a la situación del personaje, a la que poco cuesta imaginar como desesperada. -Es una imagen gótica de San Andrés, mártir -me explica Ele. -Sacale todas las fotos que puedas y sacale al contexto, a toda la pared. Que se vea bien la dirección. Es muy posible que a esto lo borren mañana. Es un indicio muy importante. Acá hay arte político. ¿Oíste hablar del proyecto Andresito?
Romina Montesco (artista): Vamos a marcarlos a todos. De eso se trata el proyecto Andresito. En mi obra, yo siempre acciono sobre lugares precisos, en referencia a individuos precisos. Es lo contrario de la abstracción. Es la densidad de lo real. Es el mapa, que coincide.
Sosa (clase '63): Hay una hora del día en que me ve. Ya se resignó a que no va a volver a verme nunca más, pero cae la tarde del martes y me ve. Me le aparezco como invisible y no, como traslúcido. Siempre estoy a la misma distancia, en el mismo ángulo. A las mil treinta, dirían en el Ejército. A las 1030. Que es como decir: al frente, a la izquierda, a cuarenta y cinco grados. Si estuviera vivo y fuera un enemigo, no le daría tiempo de decir todo eso. Me ve siempre a su altura, como si estuviera parado en el piso. De pie, como si no me hubiera ido de la tierra. Tiende a suponer que soy una alucinación. No me teme.
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