CONTRATAPA
› Por Marcia Bredice
Tiene Buenos Aires el compás del dos por cuatro. El lento movimiento de un tránsito que transmuta en arduo desfiladero. La ionizante procesión de la locura.
Un ciego bailando con su bastón blanco sobre la tarima de un lugar ciego, el olor a transpiración de los puesteros de Pueyrredón y Mitre, los vendedores de medias, los negros senegaleses con sus relojes y sus joyas y sus interminables torsos azulados, las ya gastadas máquinas expendedoras de boletos, los viejos barrotes de la boletería, las estaciones, los subtes, las líneas, los andenes, los cafés, las cadenas de farmacias donde se mezclan píldoras y golosinas.
Babélica se erige Buenos Aires, con su cosmopolitismo exacerbado, su magulleo de lenguas y avenidas principales, sus símbolos, sus plazas, sus mayos, su multiculturalidad celebrada en cada barrio y cada esquina.
Palérmica ciudad de bolivianos que ríen y festejan, de pálidos franceses caminando con sus shorts beiges, de alemanas cocinando un arroz en la cocina de un hostel, de austríacos e israelíes compartiendo habitación con colombianos.
Santélmica ciudad de empedrados y rotas bolsas de residuos, de dorregas plazas en donde se mezcla el vidrio y el metal antiguo y las fotos de Gardel forman tendales abriéndose entre los pasillos del mercado, mezclándose con el olor a carne cruda y a cuero viejo y a novela de Manuel Gálvez.
Balvanérica ciudad de frituras y malevos y bares fileteados y hediondos cafés donde rasposa en la máquina se retiene la borra.
Ciudad de barrio chino, de tés rojos y abanicos, de dragones tintineando su péndulo flequeado por encima de un chop suey humeante.
Ciudad de breaks y oficinas, de dispénseres de agua en las salas de espera, de alas laterales del congreso y rostros asomados entre archivos y cajas y carpetas, de amigos que reciben y templan la botella.
De olleros bouleváricos que hacen menos triste la ciudad de vez en cuando. De plazas donde el poxy y el caniche, el paco y el fetiche exhiben lo dispar y lo anecdótico.
Y Barracas y La Boca y la red que gastada deja ver el músculo fibroso de la pierna quebrando un stacatto, la mano viril que convierte en diapasón la incómoda cintura. Y el crujido de las hojas atravesando Parque Lezama y Plaza San Martín y Parque Rivadavia.
Dónde estás cuando en la fría madrugada se cierra el telón de la poesía y los gallos se atragantan con el plomo del delito y del filo del cuchillo se avinagra la sangre renegrida, a la espera de que vengan a salvarla de la muerte, a la espera de que vengan a auxiliarla de la vida.
Dónde, dónde habitas cuando el crepúsculo te anuncia y la prensa multiplica tu quejido en sus talleres y dónde cuando haces eco en los oídos irritados de tus súbditas provincias sin saber que existe un allá del otro lado, sin poder salirte de la arteria que ceniza a un manco prócer haciendo filas de sus tropas para abrirle kilómetros desde Lugones a la Noria.
Y dónde hoy que yo camino por Corrientes y en la mesa de saldos voy dejando las huellas dactilares de mis dedos, mientras hace frío y tiemblo.
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