CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
al Tigre Company
Hace rato que nada se sabe de Irineo Zabala o Irineo Rojas, como prefieran. En verdad esos eran los nombres que este señor usaba para darse a conocer en otros parajes, antes de aparecer por el pueblo portando en el cabestro un caballo de carrera y un nombre que se haría famoso en las cuadreras de la redonda: don Irineo Agüero.
El hombre vivía con su familia donde supo estar el boliche de Mondino, siempre misturado entre los perros y los caballos y su familia numerosa, donde convivían en relativa paz; hijos, sobrinos, nietos y entenados.
Un integrante de su familia era compañero de juegos nuestros. También alguna vez compartió un grado conmigo, se llamaba Oscar Jesús Alaniz, y nunca supe el parentesco, pero creo recordar que llamaba a don Irineo, papá. Tuvo éste alguna vez un caballo de carrera. ¿Un moro, tal vez? También un día apareció con un gato montés en la grupa de un zaino, al que pomposamente le llamamos tigre con liviana rapidez. Lo había matado en las hondas estancias de la zona: Maldonado, Fernández Díaz o Cavanagh, no sé.
Don Irineo iba siempre vestido a la usanza gaucha: botas acordoneadas, bombacha y corralera del mismo color, camisa blanca, pañuelito rojo al cuello y sombrero negro de alas cortas. Súmese a ello su baja estatura y su empaque criollo, no era raro entonces que le brillaran algunas monedas de plata en su rastra perlada de alguna emisión boliviana. En su cintura, cruzado, un pequeño facón que no disimulaba la ancha rastra de cuero de chancho.
Don Irineo, como tantos otros que cumplían tareas de a caballo en las estancias de la zona, era visto por mis cortos años como la vana oposición que se le ofrecía a la gran mayoría de los habitantes, que eran extranjeros de primera y segunda generación.
Una oposición sin sentido, innecesaria ya que todos vivían en una economía que hoy según canta el mundo resulta envidiable. En un ámbito de pleno y pacífico trabajo se vivía en un "puro abandono inicial" por decirlo pedronianamente. Salvo alguna pareja que huía por no tener el consentimiento de la boda. Pero, a veces sin intermediarios, el padre de la novia, un gringo tozudo consentía verla casada "con un hijo del país", como si los criollos fueran todos huérfanos. Tal la expresión usada mayormente por aquél tiempo.
La anécdota del tigre (o gato montés) trajo tela para cortar por mucho tiempo en las habladurías de entonces, y también en la población menuda siempre atenta a lo fantástico o aventurero. Entre nosotros corría la versión -abonada, tal vez por el protagonista- de que lo había matado a cuchillo, lo cual llevó a Chajá Correa (que había leído el Facundo o se lo habían contado) que lo comparara con el mismísimo "Tigre de los Llanos" en la maravillosa descripción sarmientina, cuando Quiroga mata al animal cebado, usando como escudo el mismo poncho pampa con el que se cubría del rocío del amanecer. El mismo poncho de un negro primero intenso, pero que la sangre de las batallas percudirían tal vez.
Los mayores, más escépticos, argüían que si le había dado muerte con el cuchillo había sido ayudado por un enjambre de perros que siempre lo acompañaban al campo. Dos o tres habían sido despanzurrados por el animal acosado. Esta versión era agriada por la opinión de mi padre quien afirmaba que ni se había bajado del caballo, ya que éste tenía las heridas de las uñas en las patas y la barriga. Las puñaladas -decía mi padre- habían sido dadas cuando ya el animal atacado por tantos perros estaba moribundo.
Don Irineo era un auténtico criollo y ya para eso no importa su apellido, mientras tuvo ese famoso caballo moro lo atendía como a la niña de sus ojos, si hasta lo hacía dormir en una de esas habitaciones de rancho que había levantado con sus propias manos. Unos sauces macilentos le daban sombra para sus largas mateadas luego de la siesta, y nunca se dignó sembrar una miserable planta de lechuga, un rabanito o una plantita de peperina, para poner dentro de la boca de su mate de asta de toro.
Y a no dudar que formábamos una barra bullanguera y curiosa, cuando don Irineo había colgado el cuero del tigre del hilo de alambre de púas que lo separaba de la calle que esos días de súbita notoriedad se llenaba también de muchos mayores curiosos.
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