CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Nosotros, los niños de los pueblos de entonces no podíamos pensar en potreros, como se les dijo en la ciudad alguna vez, cuando en esos baldíos se jugaban los famosos picados que daban jugadores, no a un representante sino a los clubes de barrio.
Para nosotros la palabra "potrero" connotaba otra cosa, y no lo metafórico que usamos las zonas urbanas. Nosotros no pensábamos en los baldíos para jugar esos partiditos de hacha y tiza, porque todo el pueblo era baldío, y los lugares sobraban aunque eligiéramos la cortada de don Angel Pichichello, mayormente, o el ex club Olimpia, frente a la carnicería de don Benicio Ardiles, o también la antigua cancha de Huracán Foot Ball Club. Un lugar donde las ovejas de don Atilio Valvazón, el canchero, no dejaban crecer el pasto. Minga de cortadora de césped, o en todo caso estaba formada por veinte bobas y lanudas ovejitas, que de pura tracción a sangre dejaban ese pastito listo para que la redonda saltara delante de nuestra propia alegría, de nuestro propio alborozo. Hoy resulta imposible, inútil tal vez, pensar cuántos metros o kilómetros corríamos detrás de una pelota de trapo, de goma o eventualmente de cuero. Cuantas veces la vimos picar delante nuestro o la pateamos con todo gusto, con todo placer, y en lo posible con toda la fuerza de nuestra respectiva edad.
Cuando nos reunimos ahora, ya adultos, y recordamos aquellas modestas glorias a las que adherimos deportivamente, nos sentimos alegres, muy alegres en principio, pero no sin una pizca de nostalgia, la que se abona cuando son media docena de memorias que compiten en fijar aquello tan lábil como puede ser una anécdota que se compartió, pero soporta la ceniza de cincuenta años o más sobre el amoroso rescoldo. De todos modos algunas cosas habrán de permanecer, como permanecen las piedras a la orilla de los caminos que son de suyo solitarios y polvorientos, sólo cruzados por los pasitos breves de los cuises y del hurón que esconde su largo cuerpo oscuro en esos hinojales altos, en esas espadañas y en esas cortaderas que con los juncos festonean las orillas de los cañadones, esos espejos grandes de agua que sin embargo han empezado a escasear por decisión del hombre que quiere aprovechar al máximo la fertilidad de los terrenos con sus sembrados uniformes, los que cubren todo aquel espacio que Echeverría llamaba "el desierto", y tal vez fue el primero que lo nombró de esa forma, que le quiso dar carnadura literaria, pero eso es una historia que ya se quedó en los manuales polvorientos, en los márgenes de una patria soñada en otro tiempo.
Pero este espacio, este campo fue el que sudaron mis mayores y a ellos, cuando lo recordaban se les iluminaban los ojos, aunque nunca les hubiera dejado algo más que sacrificios, o sudor o mala sangre. Pero así, en especial los muy mayores amaban ese trigo amarillo que ondeaba orondo bajo el viento.
A Justito Pezzino hace cincuenta años que no veo, pero él me llama desde Buenos Aires todos los domingos y conversamos. Su memoria es tan feroz e implacable como la de Roberto Escudero.
Y recordamos cosas.
Hace poco le tocó el turno a los carnavales de entonces, con sus guerrillas de baldazos de mujeres contra varones. Allí nos mezclábamos con nuestros baldecitos en aquellas siestas que no volverán.
Y al anochecer el corso, las carrozas, los disfraces. Por las noches, el baile que podía albergar algunos disfrazados, los pomos tirando agua perfumada, las serpentinas, el papel picado que se juntaba con palas al otro día, tanta era la cantidad que se arrojaba en ese tiempo de ilusiones que se mezcló en ese resto de fiesta pasada.
Y la familia Sánchez, con sus disfraces originales --un burro con su jinete, un cocodrilo con la lengua y una luz en la boca--, las carrozas que fabricaba el Pato Jeremías y que inevitablemente era acreedor al primer premio.
A veces pienso que aquel tiempo se fue cuando las últimas notas de la orquesta iban ganando el amanecer y se escondían en los rosales que el rocío perlaba a la luz de aquella luna que esa noche admiró una pareja de jovencitos enamorados.
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