CONTRATAPA
› Por Beatriz Vignoli
-Si querés vomitar, vomitá. Yo te ayudo.
¿Cómo es posible ayudar a vomitar? ¿Qué espacio de solidaridad social humana cabe en un impulso y en un acto que es tan exclusivo del cuerpo? Quiero creer que dejo de contener las arcadas solamente por curiosidad: por saber qué hará el fotógrafo, cómo me ayudará. ¿Cómo se ayuda a vomitar a alguien? Es, dijo la radio, el día más húmedo de la década. En la penumbra, endurecidos por una mezcla brutal de humedad y tiempo, cientos de libros diversos se apilan en el piso de parquet del living de un departamento caro en Barrio Martin, desde donde no se ve el río porque alguien bajó todas las persianas hace mucho y demasiadas noches de verano en el encierro parecen haberse acumulado.
Los libros forman montículos desparejos; algunos tienen más de un metro de alto. El orden que los sostiene puestos unos sobre otros es tan precario que la gravedad terrestre (como podemos comprobar en poco tiempo) lo vence a cada rato. Basta un roce, una corriente de aire, o agregar cuidadosamente un libro más a lo que hasta entonces parecía una montaña sólida para que las pilas se desmoronen y haya que juntar del suelo los fascículos desencuadernados. De tanto en tanto una pila se cae súbitamente como por una decisión propia, inescrutable. Las que se derrumban desde la mesa hasta el piso son las más impresionantes. Cada pila que cae levanta una montaña de polvo.
El hedor se ha apoderado de cada centímetro cúbico de aire, degradándolo en una nueva sustancia más densa y más letal. De pie entre los libros, en la penumbra diurna del departamento, el fotógrafo y el comisario Brunelleschi fuman como para crear, en medio de esta atmósfera de rigidez mortuoria, un brevísimo espacio donde algo todavía sea capaz de fluir, de hacer sentir el aroma de algo vivo y cambiante, algo dotado todavía de tiempo.
En lo alto de una de las pilas de libros, el forense ha encontrado una nota, sin firma, escrita a mano en la hoja de un recetario. La agarra con una pinza. La lee en voz alta:
Me tenés harta. No te aguanto más. No soporto que seas tan fanfarrón y tan mediocre. O una cosa o la otra. No las dos a la vez. Es demasiado para mí. Adiós.
-Cherchez la femme! -exclama el forense y nos muestra la nota. El fotógrafo le saca fotos. La letra es de una caligrafía muy cuidada, perfectamente legible.
En la bañera, un cadáver en descomposición logra generar su propio infierno. Un resto de agua herrumbrosa cae despareja y en chasquidos desde una canilla mal cerrada sobre los papeles a medio pudrir que lo amortajan en una lóbrega capa cenagosa. Protegido por sus instrumentos, el forense empieza a desprender las capas de tinta desleída y papel traslúcido casi retornado a pulpa. Levanta una y le pide a Brunelleschi que mire. Por los comentarios entre ellos deducimos, el fotógrafo y yo, que quien sea que haya tapado ese cadáver pertenece a la era de la pornografía impresa.
El fotógrafo ya sacó todo lo que tenía que sacar del muerto y amaga con irse, pero se mete en la cocina. Lo sigo. Hay unas latas de cerveza recalentada en la heladera muerta, obscenamente abierta. Yo intento manotear una, pero él me detiene. No es un vernissage, no podemos tocar nada, somos como viajeros del tiempo, dice.
Nos sigue el comisario, desencajado y pálido pero con la energía suficiente para apagar, con bronca, en el piso, pisándolo con la gruesa suela del borceguí, el cigarrillo, cuyas cenizas han ido sumándose a la mugre del piso. No es una buena idea para la escena de un crimen, comenta el forense, que por lo visto no quiere quedarse solo con quien sea que esté pasando las primeras semanas del resto de la eternidad en una bañera.
-A quién mierda le importa la escena del crimen -gruñe el comisario.
En medio del silencio de velorio, suena mi teléfono. Es el abogado de mi hermano.
--Te estoy esperando --protesta bruscamente.
Camino hasta el living para tener más privacidad; por un momento me siento como en mi casa, buscando mi espacio entre lugares familiares. Es bueno el anfitrión, lástima que está muerto. Y que no se haya presentado. Ni siquiera sabemos todavía quién es.
--Estoy con una nota, Perro. Ya termino.
--¿Te voy pidiendo algo?
--No.
El abogado de mi hermano corta.
Los cuatro, en el living, contemplamos las pilas de libros. El fotógrafo no para de sacar fotos, como si se tratara de alguna obra de arte monumental premiada en alguna bienal de arte contemporáneo, una de esas instalaciones ominosas que homenajean a las víctimas de los genocidios simbolizando lo irrepresentable mediante cosas como libros quemados o montañas de zapatos viejos. Hay un tono reverencial en las miradas de los tres hombres; yo los observo y pienso con alivio que esto no es arte y que por fin vivo de nuevo en el mundo que para muchos solamente existe adentro de las películas: el mundo en el que la gente nace y se reproduce y mata y muere, el mundo de verdad.
Nos iremos sin poder llevarnos nada, serpenteando por entre los montones de libros, buscando la salida del departamento, preguntándonos cómo tardaron tanto los vecinos del consorcio en decidirse a avisar y cerraremos la puerta, como quien corre la losa de una tumba; bajaremos por el ascensor sin testigos, sonriendo ante el espejo turbio, acomodándonos el pelo con la mano, se abrirá la puerta del ascensor y saldremos al hall de la planta baja, y a través de la puerta vidriada que da a la calle veremos por fin el sol del día, y nos acordaremos de que afuera todavía existen las estaciones y el tiempo. Nos daremos vuelta a mirar el mural de lositas cerámicas de colores de la entrada, donde se combinan círculos y cuadrados en naranja y verde para dar la ilusión de una utopía urbana, una ciudad de alegría y fraternidad; y saldremos los cuatro a la calle, al sol del fin del verano, y antes de que emprendamos camino bajo el sol destructor, el fotógrafo mirará el mural con disgusto y me preguntará qué clase de gente puede hacer algo así.
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