Lun 28.05.2012
rosario

CONTRATAPA

Dos mayos

› Por Marcia Bredice

Una fotografía. El me alza en sus brazos y me sostiene como en una silla. Yo sonrío y frunzo el ceño. El ríe a carcajadas. Está flaco, joven. Debe tener unos veintitrés años. Tiene manos de gigante. Rudas, fuertes. Parece ser un mediodía. Él está con ropa de trabajo. No tengo recuerdo de mi padre sin que él esté con ropa de trabajo. Como no recuerdo un solo día haber despertado antes de que él amaneciera. Yo tengo unos diez meses. Me mantengo bastante erguida en la silla de brazos que me tiende mi padre y me muestro segura. Tengo mis brazos abiertos, como volando, sin sujetarme de nada. No hay qué temer.

Otra fotografía. El sujetándome con un solo brazo. Sobre su frente, las antiparras que usaba para soldar. Yo riendo a carcajadas. Pareciera que tengo los ojos transparentes de tan claros. Me miro una y otra vez y no logro comprender cómo fue, cómo es que, cómo pasó tanto. Multipliqué (o, en todo caso, multiplicamos los dos, los tres) treinta veces el tiempo que tenía en esa foto.

Una más. Ahora con ella. Las dos vestidas con tejidos de punto. Las dos mirándonos de frente, riendo. Ella tiene pestañas largas y una polera roja, sobre la que le cae una medalla de plata. Creo recordar la misma medalla cayendo sobre su blusa blanca y, otras veces, sobre su vestido solero. Tiene el cabello corto, el cuello alto y elegante. La miro, encantada. También ella me mira, encantada. Con su mano derecha sostiene mi mano izquierda, como con temor a que pueda caer. Mi mano se cierra debajo de la suya, que pareciera nunca soltarme. Me sujeta con sus dos manos. En todas las fotografías del álbum mi madre me sujeta con sus dos manos. En algunas otras, me abraza, asustadiza, poniéndome a salvo de un peligro que es menos peligro de lo que imagina.

Afuera llueve y es mayo y pesa la niebla sobre el campo. Adentro llueve y es mayo y pesa la nostalgia. En todo caso, allí están las fotografías para aplacarla. Las de antes, las que se guardaban en álbumes a los que, de vez en cuando, se les sacudía el polvo para hacerles resucitar un pasado insepulto.

Es mayo y de principio a fin, mayo es un mes que sabe a añoranza, a vidrio esmerilado, a lenta procesión que abisma y agiganta.

Pesa la niebla sobre el campo y sobre la ciudad. Allá o acá es lo mismo para retener, apenas un instante, lo mejor de nuestras vidas. Hacerlo pasar de nuevo por la córnea del músculo latente, mirarlo a la distancia, concederle el húmedo silencio del repaso.

El dos cincuenta y ocho es un buen número para dar las gracias. Porque los brazos sostuvieron siempre, abiertos y seguros y la mueca de la risa grabó todos y cada uno de los once mil trescientos quince de los veintiún mil ciento setenta que hoy soplan y celebran sobre el merengue. ¿Quién sabe qué es el tiempo? ¿Quién sabe cómo pasa? ¿Quién puede detenerlo?

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